Azaña No deseaba la Guerra Civil, pero tampoco quiso hacer nada para evitarla. Su
política fue la de dejar hacer, lo más irresponsable y suicida,
entregando toda la iniciativa en manos de los revolucionarios violentos. Una soberbia que no le permitió dialogar, ni admitir consejos para evitar la, inevitable, guerra civil.
Manuel Azaña Presidente de la República y guerra civil
El nuevo jefe del Estado trasladó su residencia al palacio de la Quinta en el Pardo, hecho que pudo haberle costado la vida. Por entonces una mayoría de oficiales del regimiento de Transmisiones del Pardo estaban comprometidos en el alzamiento; entre ellos el capitán José Vegas Latapié, quien había planificado el secuestro de Azaña. Su hermano, el conspirador y propagandista antirrepublicano Eugenio Vegas Latapié, también estaba involucrado (de hecho ambos se adherirán a los golpistas dos meses más tarde), aunque al final el proyecto fue abortado.48
Cuando Roberto Villa y Manuel Tardío, profesores de la Universidad Rey Juan Carlos, publicaron un libro minucioso sobre el fraude de las elecciones de febrero de 1936, el academicismo guardó silencio. Luego se pronunciaron los santones: aquello era una falsedad “franquista”, propia de la “ultraderecha”, que no tenía en cuenta el contexto ni la intención. Fue un anatema porque esos historiadores progresistas sostienen que la legitimidad está en la intención, en la búsqueda de un supuesto “bien común” aunque no comulgue con las actuaciones. Es decir; que se podía pisotear la democracia, los derechos individuales y la vida de los adversarios porque sus perpetradores soñaban con el establecimiento de una utopía comunitaria. De nuevo, la fe contra la razón, el dogma contra la ciencia, la ideología frente a la demostración empírica.
Con el trasfondo de una conspiración militar en marcha y una movilización obrera y campesina, Azaña encargó la presidencia del gobierno a Santiago Casares Quiroga, que formó uno exclusivamente republicano, y entró en la dinámica institucional de su nuevo cargo, sin hacer mucho caso de todo lo que estaba fraguándose.49 Así, cuando el golpe de Estado se produjo, el gobierno se hundió casi inmediatamente. Casares Quiroga dimitió la tarde del 18 de julio y Azaña, desde el Palacio Nacional (actual Palacio Real, adonde había sido trasladado por seguridad), encargó rápidamente al presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, que formase un gobierno que incorporase a elementos de la derecha y que no incorporase a comunistas. Sin embargo, el PSOE, por boca de Indalecio Prieto (pero siguiendo la estrategia de Largo Caballero), se negó a participar en tal gobierno. Con todo, el 19 por la mañana tenía formado un gobierno con miembros de Izquierda Republicana, Unión Republicana y el Partido Nacional Republicano (sin socialistas ni comunistas, por tanto).
Martínez Barrio llegó a hablar con algunos de los generales sublevados (Cabanellas y Mola), pero no hubo vuelta atrás. Además, tanto socialistas como anarcosindicalistas y comunistas, rechazaron también cualquier tipo de vuelta atrás y reclamaron las armas para hacer frente a la sublevación, negándose a reconocer al nuevo gobierno. Martínez Barrio dimitió el mismo día 19. Azaña reunió, entonces, a los partidos con el objeto de buscar una solución satisfactoria para todos. Largo Caballero supeditó la participación socialista al reparto de armas a los sindicatos y a la licenciación de todos los soldados. Azaña encargó entonces la formación del gobierno a José Giral, que formó uno exclusivamente republicano y que asumió el reparto de armas. El 23 de julio Azaña dirigió por radio una alocución al país en la que animó y agradeció su esfuerzo a los que defendían la República, reivindicando su legitimidad y condenando a sus agresores. Sin embargo, simultáneamente a estas exteriorizaciones,
quienes le habían visitado unas semanas antes y volvían ahora para charlas de nuevo con él comprobaron un rápido envejecimiento, una acusada palidez en su rostro, un evidente cansancio, un temblor de emoción en la voz cuando evocaba las atrocidades de los insurgentes y el sacrificio del pueblo, aunque hablara sin rencor y sin mostrar ningún ánimo de venganza.50
A principios de agosto, al saber que Francia y el Reino Unido no iban a apoyar a la República con armas, Azaña se convenció de que no habría forma de ganar la guerra. El 22 de agosto la cárcel Modelo de Madrid fue asaltada por una multitud y resultaron asesinados varios amigos personales de Azaña, entre ellos Melquíades Álvarez. Como resultado de todo, al día siguiente Azaña se planteó dimitir, aunque Ángel Ossorio y Gallardo le ayudó finalmente a reconsiderar su intención. Por lo demás, un nuevo problema se hizo visible en España: la indisciplina, la fragmentación del poder y las ansias de revancha.
El desorden generalizado provocó que a principios de septiembre José Giral dimitiese y con él todo el gobierno. Giral recomendó un gobierno que, por su influencia en el pueblo, incluyese al sindicalismo; Azaña, a pesar de considerar a los sindicatos como los principales responsables del caos, terminó por aceptar al líder de la UGT, Largo Caballero, como presidente del gobierno. El nuevo gobierno de coalición estaba formado por socialistas, republicanos, comunistas y un miembro del PNV. Ante la proximidad del ejército de Franco a Madrid, el gobierno decidió que Azaña se trasladase de Valencia a Barcelona. Antes de marcharse pronunció un importante discurso en el Ayuntamiento de Valencia el 21 de enero de 1937 en el que dijo: «Nosotros hacemos la guerra porque nos la hacen». Seis meses después, el 17 de julio (primer aniversario del inicio de la guerra), pronunció otro discurso significativo en la Universidad de Valencia:51
Tenemos que habituarnos otra vez unos y otros a la idea, que podrá ser tremenda, pero que es inexcusable, de que los veinticuatro millones de españoles, por mucho que se maten unos con otros, siempre quedarán bastantes, y lo que queden tienen necesidad y obligación de seguir viviendo juntos para que la nación no perezca.
A finales de octubre, estableció su residencia y despacho en el Palacio de la Ciudadela. Desde allí, en el mismo mes de octubre y previendo un difícil triunfo republicano, intentó, a través de los embajadores en Inglaterra y Bélgica, que se mediase ante los británicos para conseguir el final de la guerra y que así los españoles pudiesen decidir su futuro pacíficamente. Sin embargo, el ambiente favorable al levantamiento en ambos países dio al traste con el intento. El 2 de noviembre Azaña cambió su residencia al monasterio de Montserrat. Allí recibió la noticia de que Largo Caballero había concedido cuatro ministerios a la CNT, en parte gracias a un malentendido entre Azaña y Giral, que había mediado en el asunto. Azaña se molestó (contrario como era a encomendar a sindicatos cargos políticos), y le expuso al presidente su especial oposición a la presencia de ministros del FAI, pero no hubo vuelta atrás.
A lo largo de los siguientes meses, Azaña tuvo que resistir diferentes acometidas de su estado de ánimo ante los acontecimientos que se estaban desarrollando, pero resistió sin abandonar su cargo por diversas razones:
la primera fue su claro y contundente repudio a la rebelión, que definió desde el principio como una agresión sin ejemplo, como horrenda culpa, un «crimen no de lesa patria, sino de lesa humanidad», echando en cara a sus responsables el delito de haber desgarrado el corazón de la patria. Nunca encontró justificación ni explicación alguna para ese delito: «aunque hubiesen sido ciertos todos los males que se cargaban a la República no hacía falta la guerra. Era inútil para remediar aquellos males. Los agravaba todos, añadiéndoles los que resultan de tanto destrozo». La segunda (...) fue su respeto por los combatientes. (...) la tercera (...) es la causa misma de la República (...) la República era la ley, el orden, la convivencia, la democracia y a esos valores había entregado su vida.52
Azaña vivió durante varios meses en reclusión y tristeza entre Montserrat y Barcelona, y al margen del Gobierno republicano. Finalmente, en diciembre del 36, Ángel Ossorio lo animó a acercarse a Valencia, a lo que Azaña accedió.
En enero de 1937 pronunció un discurso en el Ayuntamiento de Valencia en el que destacó que, aunque la guerra era, en su origen, un problema interno debido a la rebelión de una gran parte del ejército contra el Estado, por la presencia de fuerzas de distintos países se había convertido en un grave problema internacional. Y que España estaba luchando, por tanto, también por su independencia nacional. En este sentido, insistió en sus gestiones para que la firma de un cese de hostilidades facilitase la salida de las potencias extranjeras de España y, de paso, un restablecimiento de relaciones entre las partes en conflicto para, finalmente, llegar a un referéndum que aclarase el futuro.
De vuelta a Cataluña, se trasladó a vivir a Barcelona, aunque hizo frecuentes visitas a Valencia, donde tenía su sede el gobierno. Pensó en un plan, que comunicó a varios miembros del gobierno (el cual lo compartía en marzo de 1937), que consistía en el bloqueo de armas y de contingentes, y el reembarco de los combatientes extranjeros con una suspensión de armas, para la que sería necesaria la intervención del Reino Unido y de Francia; no recibió la atención necesaria por parte del gobierno y finalmente quedó en nada.53
A principios de febrero de 1937 tenía también en mente que la única forma de reconducir la situación de fracaso en la guerra era conseguir sacar del gobierno a los sindicatos y dejarlo en una coalición de comunistas, socialistas y republicanos. El mismo Stalin hizo llegar su queja de que la guerra no se tomaba en serio y que no había disciplina militar. La insurrección anarquista en Barcelona de mayo recrudeció la separación entre Azaña y el gobierno de Largo Caballero, que se mantuvo bastante pasivo respecto de la revuelta, hasta el punto de que Azaña pensó otra vez en dimitir. Azaña, con todo, siguió, y posteriormente manejó una nueva crisis de gobierno con vistas a conseguir que Largo Caballero abandonase la presidencia del gobierno, lo que conseguiría gracias a la presión conjunta de socialistas y comunistas, y la aquiescencia de republicanos.
Aunque se esperaba que el sustituto fuese Indalecio Prieto, Azaña optó por Juan Negrín al no fiarse de los altibajos anímicos del primero54 y por parecerle este más apto para dirigir un gobierno de coalición, dadas sus relaciones correctas con todas las fuerzas políticas. Con todo, la razón decisiva fue entender que Negrín era el político más adecuado para intentar, una vez más, una salida a la guerra a través de la mediación internacional, que en el momento del cambio de presidente, mayo de 1937, tenían mejores perspectivas que en ocasiones anteriores. Sin embargo,
la propuesta de un plan de intervención de las potencias extranjeras que dejara la guerra en tablas (...) no entraba para nada en el horizonte de los mandos insurgentes ni de sus aliados eclesiásticos que, para entonces, ya habían redescrito el «alzamiento» como una «cruzada» que solo podría acabar con la liquidación y el exterminio del adversario.55
Por esas fechas, Azaña se instaló en la Pobleta, una finca cerca de Valencia, donde inició lo que más tarde denominaría el Cuaderno de La Pobleta. Memorias políticas y de guerra, donde registró multitud de conversaciones con distintas personalidades del momento.
Al nuevo gobierno le señaló las que consideraba prioridades del momento: la defensa del interior (con especial mención a Cataluña, donde era necesario restablecer la autoridad del gobierno) y no perder la guerra en el exterior. Respecto de esto último, en un nuevo discurso pronunciado el 18 de julio, volvió a criticar abiertamente la pasividad del Reino Unido y Francia en relación con la guerra en España. En noviembre de 1937 se acercó a Madrid y en el ayuntamiento pronunció un nuevo discurso, ahora muy centrado en los aspectos morales de la guerra y en su realidad y consecuencias calamitosas para todos, algo que comprobó emocionado cuando, al día siguiente, visitó Alcalá.
En diciembre se trasladó otra vez a Cataluña, ahora cerca de Tarrasa, en la finca La Barata, junto, como siempre, a su mujer y sus colaboradores más cercanos. Insistió en el armisticio, pero ahora tanto el comité central del Partido Comunista como Franco expresaron su rechazo al mismo; por lo demás, el gobierno de Negrín tampoco parecía aceptar ya esa posibilidad. Tras la ofensiva sobre Teruel y el derrumbe del frente de Aragón, Franco llegó al Mediterráneo en abril de 1938. Azaña se reafirmó en su idea de la imposibilidad de ganar la guerra y que, por tanto, cualquier esfuerzo en la dirección de conseguir el triunfo militar estaba condenado al fracaso. Así, pues, la frustrada ofensiva de la República en el terreno militar, que obviaba la idea defensiva que propugnaba Azaña para forzar la intervención extranjera, terminó por hacer perder toda esperanza de que esta se llegase a producir.
A finales de febrero de 1938 había expuesto con claridad al embajador de Francia la necesidad de acabar con la guerra de inmediato. En este sentido, propuso que Francia y el Reino Unido se hiciesen con las bases navales de Cartagena y Mahón para equilibrar las que tenía el ejército de Franco en Ceuta, Málaga y Palma; la contrapartida sería la búsqueda de la paz en España. El corte de comunicaciones entre Barcelona y Valencia puso en un aprieto al gobierno, y Negrín hubo de pedir ayuda directamente a Francia el 8 de marzo. La situación empeoró en España y hubo de volver en una semana con una propuesta de mediación del gobierno francés. El gobierno de Negrín no consiguió ponerse de acuerdo en relación con ella, en parte porque el propio Negrín, por ejemplo, estaba convencido de la victoria, y fue rechazada el 26 de marzo. Azaña pensó en sustituir a Negrín al frente del gobierno, amparándose en las críticas que recibía por su relación con los comunistas, que había provocado en parte la salida de Prieto del gobierno, y la situación de la guerra en general. A primeros de abril, Azaña convocó al gobierno con la esperanza de poder salir de la misma con Negrín destituido, pero no fue posible. Su posición quedó, en fin, debilitada, hasta el punto de que Prieto hubo de convencerle de que no dimitiese
porque su dimisión lo desmoronaría todo; porque usted personifica la República que respetan los países no aliados de Franco.56
Con todo, su desilusión era tan grande que a mediados de ese mismo mes envió un giro por valor de un millón de francos franceses a Cipriano de Rivas (que convertiría a dólares oro) para ir preparando el destierro de su familia en Francia. Para el primero de mayo se presentó una declaración de trece puntos firmada por el Gobierno de la unión nacional en la que se subrayaba como objetivos, entre otros, defender la independencia de España de toda potencia extranjera y establecer una República democrática, y anunciaba una gran amnistía para quienes quisiesen colaborar en ello.
El 18 de julio de 1938, en el edificio de las Casas Consistoriales de Barcelona, pronunció un célebre discurso en el que instaba a la reconciliación entre los dos bandos, bajo el lema Paz, piedad y perdón. El núcleo del discurso fue la expresión de su idea de cuál estaba siendo el daño más grave que la guerra estaba provocando en España:
un dogma que excluye de la nacionalidad a todos los que no lo profesan, sea un dogma religioso, político o económico, [al que opone] la verdadera base de la nacionalidad y del sentimiento patriótico: que todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo.57
Sobre los nacionalismos vasco y catalán declaró:
Y si esas gentes van a descuartizar a España, prefiero a Franco. Con Franco ya nos entenderíamos nosotros, o nuestros hijos, o quien fuere, pero estos hombres son inaguantables. Acabarían por dar la razón a Franco atribuyéndoselo a Negrín.
A finales de ese mes, mantuvo una conversación con John Leche, encargado de negocios británico, en la que ofreció la cabeza de Negrín y la salida de los comunistas del gobierno a cambio de una intervención británica imponiendo la suspensión de armas. La respuesta británica fue la que ya había sido hasta el momento: su política era la no intervención. La derrota en la batalla del Ebro precipitó los acontecimientos al hacer entrar en crisis continuada al gobierno. El 13 de enero de 1939 recibió Azaña un aviso del general Hernández Saravia en el que le pedía que se marchase de España. El 21 abandonó Tarrasa junto con su familia y diversos colaboradores, y se dirigió en primer lugar a Llavaneras y después al castillo de Peralada, adonde llegó el 24. Allí se enteraron de que Barcelona había sido tomada por el ejército de Franco. El 28 recibió la visita de Negrín y del general Rojo, el jefe del Estado Mayor, quien presentó un informe que planteaba un plan de rendición y un trasvase de poderes entre militares. Azaña le pidió a Negrín, que parecía estar de acuerdo, que reuniese al gobierno para tomar una decisión. Sin embargo, dos días después el presidente del gobierno regresó, pero haciendo notar a Azaña que su idea era seguir resistiendo hasta el final.
Una vez que el gobierno francés abrió paso a civiles y militares por la frontera, entre el 28 de enero y el 5 de febrero, Azaña, su familia y sus colaboradores se dirigieron hacia ella. Se desviaron de la carretera principal hacia La Bajol y allí se reunió con Jules Henry el 4 de febrero para comunicarle que no estaba de acuerdo con la decisión de Negrín de continuar la resistencia; insistió, una vez más, en la necesidad de que Francia e Inglaterra, con el apoyo de Estados Unidos, interviniesen en el final, presentando un plan de paz a Franco que, básicamente, facilitase el trato humanitario a los vencidos, incluidos los dirigentes políticos y militares de la República.59 Negrín no aceptó porque, independientemente de su insistencia en continuar la guerra, entendía que Franco no aceptaría nunca ese tipo de paz.
Ese mismo día 4, Negrín le comunicó personalmente que era decisión del gobierno que Azaña se refugiase en la embajada de España en París hasta poder organizar su regreso a Madrid. Azaña dejó claro que, tras la guerra, no había vuelta posible a España.
El 5 de febrero reanudaron el viaje hacia el destierro. En total, eran unas veinte personas, yendo los de más edad en coches de la policía. Antes de llegar a lo alto de un puerto, uno de los coches se estropeó e, impidiendo el paso a los demás, obligó a continuar el camino a pie, llegando al amanecer. Atravesaron la frontera por el puesto de aduana; iban, entre otros, Azaña, su esposa, Negrín, José Giral, Cipriano de Rivas y Santos Martínez. Descendieron hacia Maureillas-las-Illas por una barrancada helada.
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Checas, buques prisión de la República. Por no habla de Paracuellos, y quema de inglesias y convento, como los nazis contra semitas judíos.
Los barcos que se convirtieron en checas en Cataluña
Los puertos de Barcelona y Tarragona fueron transformados en centros de tortura y destrucción
No hizo nada para evita la guerra civil. Su soberbia desprecio el ruido de sabe de los militares africanistas.
De todas las figuras públicas españolas del siglo XX, Manuel Azaña es el político de izquierdas más prestigioso y comentado. Su carrera política fue notable a lo largo de ocho años, que fueron los más dramáticos de toda la historia contemporánea de España. Durante la mayor parte de su vida fue funcionario civil y escritor. Nunca tuvo un trabajo remunerado fuera de la Administración pública. Como escritor, en cambio, tuvo un talento indudable, pero, a pesar de sus dotes, no logró más que fracasos al faltarle capacidad creadora. Destacó escribiendo de política y, especialmente, sobre sí mismo, viviendo en la torre de marfil de su propia personalidad y subjetivismo. Noticias relacionadas Manuel Azaña, de vacaciones en el Palacio de Aranjuez en 1928 Congreso de los Diputados El Congreso homenajea hoy a Manuel Azaña en el 80 aniversario de su muerte Manuel Azaña, en una visita a Cataluña tras las elecciones municipales de 1934 Manuel Azaña Las diez frases más célebres de Manuel Azaña Su obra culminante no fue ninguna obra literaria, sino su diario personal sobre los acontecimientos políticos de su vida en la República y la Guerra Civil, en los que se muestra elocuente y mordaz, aunque escueto en su estilo, siendo sin duda uno de los más notables diarios políticos de cualquier figura europea del siglo XX. La calidad sobresaliente es por el sentido de superioridad y la crítica de sus adversarios y de sus propios colegas. La ironía, muchas veces sutil y exacta, y también pintoresca con que los describió, no tiene desperdicio y merece un lugar especial entre la literatura burlona y sarcástica de la época. Naturalmente, estos escritos no contienen ni una sola palabra directa de verdadera autocrítica, aunque sí mucha desilusión con su propia obra, por la que no aceptó nunca la menor responsabilidad, echando la culpa a los demás. Reflejan, además, la complacencia ombliguista típica de su personalidad caracterizada por la soberbia, algo común a otros muchos políticos españoles de la época, desde Alcalá-Zamora hasta Franco. Este factor en sí solo explica una parte del desastre nacional de la década trágica en la que España fue dirigida por unos líderes muy sectarios y Manuel Azaña, entre todas las figuras públicas españolas del siglo XX, destaca como el político de izquierdas más renombrado y comentado. Su carrera política abarcó ocho años, los más tumultuosos en la historia contemporánea de España. Aunque gran parte de su vida transcurrió como funcionario civil y escritor, nunca desempeñó un empleo remunerado fuera del ámbito público. Aunque demostró un innegable talento como escritor, no logró más que fracasos al carecer de habilidades creativas. Su enfoque se centró en temas políticos y, sobre todo, en sí mismo, viviendo en la soledad de su propia personalidad y subjetividad.
Las noticias relacionadas muestran diversos momentos de la vida de Azaña:
- En 1928, se le encuentra de vacaciones en el Palacio de Aranjuez.
- El Congreso de los Diputados le rinde homenaje en el 80 aniversario de su fallecimiento.
- Tras las elecciones municipales de 1934, realiza una visita a Cataluña.
La obra más destacada de Azaña no es literaria, sino su diario personal que relata los eventos políticos durante la República y la Guerra Civil. En este diario, se muestra elocuente y mordaz, empleando un estilo conciso que lo convierte en uno de los diarios políticos más sobresalientes de Europa en el siglo XX. Su calidad resalta en la forma en que critica a sus adversarios y colegas, utilizando una ironía a menudo sutil y precisa, que encuentra su lugar entre la literatura burlona y sarcástica de la época.
No obstante, en estos escritos no se halla una sola palabra de autocrítica genuina. Aunque expresan su desilusión con su propio trabajo, nunca asume la menor responsabilidad, atribuyendo la culpa a otros. Además, reflejan la autoindulgencia y soberbia que caracterizaban su personalidad, un rasgo compartido por muchos políticos españoles de ese tiempo, desde Alcalá-Zamora hasta Franco. Esta característica, en sí misma, contribuye a explicar una parte de la catástrofe nacional durante esa trágica década, en la cual España fue dirigida por líderes sectarios y complacientes, con poco interés en comprender a sus adversarios.