Un gran Rey, para una España convulsa y agitada políticamente
Alfonso José Jiménez Maroto |
sábado, 15 de febrero de 2020, 21:29
© Retrato de Su Majestad el Rey Don Felipe VI. Página Web de la Casa Real de fecha 11/II2020
Es indudable, que el acontecer de los tiempos otorga y a la vez
arrebata algo tan representativo como es el raciocinio de la raza
humana, retractándose paulatinamente en un inquisidor inexorable e
inclemente a la hora de disiparlo.
Actualmente, es irrefutable que transitamos por momentos decisivos
en el devenir de la Nación, en los que irremisiblemente se nos exige
confrontar una nueva etapa política con altura de miras y sentido de
Estado; con la grandeza de interiorizar el interés general para
desenmarañar la encrucijada en la que estamos envueltos.
Un periodo apremiado por la polarización y los individualismos
intrigantes y en pleno conflicto de la multilateralidad, donde las
monarquías parlamentarias a duras penas subsisten: algunas, con goteras
en su salud; mientras otras, comprometidas a rejuvenecerse como
instituciones atómicas de las democracias europeas.
En este escenario fluctuante, el independentismo catalán monopoliza
sus mecanismos con símbolos, o desprecios al Rey, o quema de fotos y
banderas; todos, como alegatos de persona no grata, pero sin ninguna
argumentación, excepto el de su rebeldía en un ejercicio de
desmoronamiento hacia uno de los pilares esenciales del Estado.
Entretanto, la izquierda populista quiere coronarse con máximas
sensacionalistas, sin llegar a justificarlas.
A pesar de este maremágnum irresoluto, la Monarquía Española
valerosamente está afianzada, es dinástica, absolutamente democrática,
remozada, cristalina y constitucional.
Pero, tampoco es menos cierto, que España, ni mucho menos está
mejor, porque sus retos preferentes, llámense la vertiente territorial o
la económica, demográfica e institucional, no sólo continúan latentes
en sus debilidades y fortalezas, sino que muestran más inconvenientes y
riesgos.
Lapsos en los que ha de afrontarse una fase simuladamente
hegemónica de la izquierda, apta para emprender cualquier despropósito
con la complicidad de los golpistas.
Un País como España, con un sistema democrático firme y férreos
ideales al desarrollo, es indiscutible como legítimo, que confluyan
fuerzas políticas de diferentes adscripciones.
Pero, lo que ya no es tan lógico y ni mucho menos legítimo, que
personas con competencias del Gobierno arremetan sistemáticamente
contra la Institución Real, sobre la que realmente se modula el
entramado colectivo. En este caso, lo que todos conocemos como la
‘Monarquía Parlamentaria’.
Si bien, desde que ocupara la Jefatura del Estado, Su Majestad el
Rey Don Felipe VI evidencia una elegante imparcialidad en el ejercicio
de sus ocupaciones, se constata a todas luces, el rechazo, ultraje e
insolencia que en ocasiones recibe por parte de Representantes de la
Administración. Quienes, por cierto, no deberían soslayar que el Monarca
tiene como mandato principal “guardar y hacer guardar la Constitución”. Y esto, antes que nada, pasa por respetar de manera tajante a las instituciones, comenzando por la Corona.
Con estos mimbres inquietantes, recién estrenada la XIV Legislatura
y consecuentes que la Corona en el diseño constitucional es el puntal
del sistema democrático, no cabe duda, que las fuerzas populistas y
separatistas han iniciado su particular campaña de descrédito y de
arremetidas contra la Monarquía Española, que en el fondo desenmascaran
la obcecación por dinamitarla.
En unos trechos pedregosos como los reinantes, este pasaje no
pretende ahondar en el extenso dietario de la ética y la moral; en
términos más moderados, aguarda tomar como punto de partida las reseñas
del universo humano.
Si acaso, centrando una mirada retrospectiva en los espacios en los
que resulta indispensable descubrir que los valores y principios que
nos concretan como sociedad evolucionada, están siendo claramente
impugnados por posiciones y enfoques que, o bien lo hacen prescindir, o
como mínimo, aspiran a postergarlos en intereses apartados del bien
común.
Aunque, habitualmente las personas son las que, desde las
administraciones, o el ámbito empresarial, e incluso, aquellas que
particularmente deducen abiertamente que intervienen en paralelo con
los valores y principios que nos son propios, se preocupan por
impulsarlos.
Lo cierto es, que el entorno vigente nos desvela que en sobradas
circunstancias priman los intereses políticos o económicos, que, en
definitiva, son los que justifican este comportamiento. De ahí, que se
vislumbre una ruptura hasta concebirse, que los valores morales y los
principios éticos se enjuician como impedimentos invocados erróneamente
a ser descartados, para llevar a término los objetivos que cada
individuo se proyecte.
En este sentido, es justo y obligado señalar, que nunca ha existido
una época ideal en la que haya sido manifiesta la preeminencia de los
valores y los principios por encima de los intereses.
Admitiéndose que existe una contracción permanente entre ambos, por
lo que cabría interpelarse, si la desmembración de los valores y los
principios frente a los intereses en general, son inalterables o
prevalecería alguna tendencia que permutase en la forma de operar.
En esta situación, la Monarquía de S.M. el Rey Don Felipe VI y su
sucesora, Su Alteza Real Doña Leonor, valga la redundancia, es una
Monarquía del presente y para el futuro, que, al igual que otras tantas
monarquías parlamentarias europeas, traza unas lógicas garantías para
hacer frente a los múltiples desafíos del siglo XXI.
En consecuencia, la Monarquía equidistante a la República, que es
anacrónica e incongruente con la democracia, la prosperidad y la
innovación; cualquier comparativa o contraposición que se haga al
respecto, resultaría ambigua e indeterminada; porque, ni todas las
repúblicas priorizan los valores democráticos, como del mismo modo, no
todas las monarquías encarnan lo contrapuesto.
Sabedores, que en repetidas coyunturas se ha eclipsado esta
realidad, la Monarquía Parlamentaria es una forma de Estado que limita
los poderes del Rey en favor del Parlamento y del Ejecutivo, pero, que
no le desmarca para nada de su autoridad en defensa de la Nación. Por
eso, lejos de falacias denigratorias cimentadas en la fórmula
sucesoria, que es lo que suele predominar, Don Felipe VI, posee un
sentido de la democracia y del deber exquisitos, que lo hacen ser Digno
de la confianza del Pueblo.
Ahora bien, España como Territorio, con 17 Comunidades Autónomas,
50 Provincias y 2 Ciudades Autónomas, es un hecho concretizado en una
Historia antiquísima a sus espaldas, no es una obra administrativa
inacabada; es un contexto que precede en decenas de centurias a la
propia Carta Magna de 1978. De hecho, aunque resulte incoherente
presuponerlo, esta Heredad la hemos obtenido gracias a nuestros
antepasados, habiéndola de transferir a las siguientes generaciones, si
es posible, mejorándola de sus muchas irregularidades y anomalías.
Habiendo de sopesar, como matiz inherente sobre la apreciación que
realicemos de nuestra Patria, que no estamos habituados a existencias
que no sólo nos aventajan gigantescamente en la dimensión del espacio,
sino que también, con una amplitud análoga en los tiempos.
Asimismo, la Monarquía Española es anterior a la Constitución y
actora herradora de la propia Nación. Siendo los Reinos y Condados los
que pertinentemente se ensamblaron junto a sus Soberanos, en la
composición que, hoy por hoy, el escudo de la Bandera nos describe.
Y no lo materializaron por el antojo de sus monarcas, porque, en
tales casos, a veces, las alianzas dinásticas no marcharon lo
adecuadamente. Las uniones regias se cristalizaron previa o
paralelamente, donde se estaban fusionando los lugares que en aquellos
precisos instantes simbolizaban.
Finalmente, fueron los impulsos y aspiraciones como las de Don
Pelayo (685-737 d. C.); o, tal vez, las de Don Sancho III de Navarra
(965 d, C.-1035); al igual, que San Fernando (1119-1252); o Doña Isabel
la Católica (1451-1504) o Don Fernando II de Aragón (1452-1516), las
que lideraron el entusiasmo y el anhelo por una Tierra que a borbotones
diseminaba su encomiable cultura, así como sus leyes, idioma o
religión, por cualesquiera de los rincones de los continentes europeo,
asiático y americano.
Obviamente, en un repaso sucinto por estos trechos angostos, la
presencia de un sinfín de ambiciones y consejeros incapaces, hubieron de
paralizar el auge deseable de España y la hicieron teñirse de sangre
con irremediables guerras civiles.
Posteriormente, con tantísimos siglos tonificándose en las
vicisitudes empeñadas por su temperamento; además, de la justicia, los
símbolos, la unidad territorial, la diversidad o su magnificencia,
España, es uno de los reinos más destacados del planeta. Donde, la
Monarquía Española, dignísimamente simboliza el valor incalculable de
sus regiones, aldeas y poblados.
Con lo cual, la Familia Real Española, que evidentemente reproduce
nuestra Monarquía, es una huella venerable de nuestro pretérito, que
nos engarza a Ella, haciéndolo presente en su ensamble con la
colectividad contemporánea y direccionándola con orden y sin pausa, a
un mañana que cada día construimos.
Desentrañándose la trascendencia irrefutable que la praxis de la
Corona tiene en las mentes y corazones de cuantos nos sentimos
españoles; rematándose con cuanto de inmejorable se origina con la
honorabilidad, legitimidad y prolongación, en el ser o no ser, como
ninguna otra superficie podría plasmar.
El texto preceptivo que hace referencia a la Corona, en su Artículo 56 define literalmente al Monarca: “El
Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra
y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más
alta representación del Estado español en las relaciones
internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad
histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la
Constitución y las Leyes”.
De esta manera tan rotunda, el Título II de la Constitución rubrica
los desempeños para ‘Alguien’ que trabaja denodadamente como Soberano
de España.
Sin embargo, se hace notar, que erradamente tenemos tendencia a
especular los cometidos simbólicos de S.M., entreviendo que no tienen
peso. Los especialistas constitucionalistas coinciden en avalar que el
poder emana del pueblo, es soberano y quien designa a sus gobernantes.
Luego, el Rey goza de autoridad, pero no de poder, que lógicamente no
es lo mismo.
Pero, sus excelentes facultades adquieren una importancia notable,
porque amortigua e intercede en el movimiento cadencioso de las
instituciones, como la firma de tratados y otras acciones de Estado; e
implícitamente, puede proponer a las fuerzas políticas y a sus
responsables. En resumen, S.M. desempeña funciones de vital alcance en
el resultar de la Nación, haciéndolo en la más incondicional
discreción.
No debiendo soslayarse de este escenario, que desde que asumiese la
Monarquía, Don Felipe VI, ha afrontado dos situaciones verdaderamente
angustiosas, que me atrevería a calificar de excepcionales por lo que
han protagonizado:
Primero, la manifestación celebrada en la Ciudad Condal el
26/VIII/2017, a raíz de los atentados terroristas perpetrados en
Barcelona y Cambrils el 17 de agosto, fue enardecida por constantes
pitidos y abucheos destinados al Rey; un episodio valorado por los
expertos como una artimaña de lo que más tarde ocurrió en el otoño
independentista.
Y segundo, ante un relato abocado a la sinrazón como el que se
desarrolló en Cataluña, el discurso pronunciado por S.M. en la noche
del 3 de octubre impecablemente constitucional, permitió restaurar la
serenidad de los ciudadanos, cuando habían transcurrido tres días del
levantamiento revolucionario, materializado por las autoridades de la
Generalitat; sin inmiscuir, el artificio de la Policía Autonómica de
Cataluña, conocida como los Mossos de Escuadra; la propaganda
subversiva y los improperios a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del
Estado.
Un mensaje claro y conciso a los millones de catalanes no independentistas: “No os dejaremos solos”.
Y es que, en la Norma Suprema refrendada por el Pueblo, Nuestro
Monarca es el símbolo de la unidad, debiendo mantener el orden
institucional y la correcta articulación de las instituciones.
Palabras tan directas y con tanta vivacidad, destello y dignidad,
que urgentemente precisaban ser escuchadas por los españoles, abocados a
la insurrección puesta en curso con desazón y degradación. Frases que
decisivamente conquistaron el vacío errante, ante el apocamiento y el
revés de los sucesos consumados que minaban la vida nacional.
Indiscutiblemente, era lo peor que podía acaecer ante la prueba de
contrarrestar la causa conspiradora de secesión, que en estos tres
primeros días turbulentos de octubre había ganado enteros. La
insubordinación de los Representantes de la Generalitat había
sobrepasado la línea roja, con incuestionable desobediencia de los
mandatos de las más altas instancias judiciales.
La deslealtad de los Mossos de Escuadra había sumergido la torpe
maniobra gubernamental; una cruzada al servicio del fingimiento que
empantanó la jornada del 1 de octubre con rumores ilusorios y
manipulaciones, que impregnaron con ingratitud el sentir internacional.
El nacionalismo más intransigente y pendenciero estaba tomando las
calles e intimidando a quiénes no se doblegaban a sus preceptos.
Por otro lado, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado
soportaban todo tipo de vejámenes y afrentas. Toda vez, que los partidos
protectores del orden constitucional eran objeto de persecución, para
constatar ilegítimamente que no eran válidos en el nuevo orden
nacionalista.
En esta tesitura maquiavélica, el Sr. Puigdemont seguía invadiendo
el Palau de la Generalitat manejando la sublevación y conforme al
Artículo 153 de la Constitución, se mostraba como la representación del
Estado en Cataluña.
Por supuesto, desde el 10 de septiembre al ratificar el Parlamento
la llamada ‘Ley de Transitoriedad’, eludía todos los procedimientos de
las democracias liberales, erigiéndose en ‘Presidente de la República
Catalana’.
Este doble semblante de quién presidía Cataluña, era algo burlesco y
ridículo, porque así lo percibíamos los españoles, viendo una revuelta
en la que no era necesario dar ningún golpe de mano, porque los
amotinados ya estaban en su interior.
© Solemne Apertura de la XIV Legislatura del Congreso de los
Diputados. National Geographic de fecha 07/II/2020, la breve reseña
insertada en la imagen iconográfica es obra del autor.
De todo lo aquí expuesto, era para menos, que el mensaje de S.M. el Rey
describiese a las mil maravillas este ambiente inepto, e
indudablemente, de fractura del orden constitucional, sin reticencias ni
rodeos. Convirtiéndose en la onda expansiva que exigió la
rehabilitación del orden constitucional, mediante las reglas
democráticas y la salvaguardia de los derechos de los ciudadanos que
residen en Cataluña, como los que lo hacen en cualquier punto de la
geografía nacional.
No quedaba otra, que, sin tregua, estas palabras fuesen
consideradas por los partidos constitucionalistas. Los días
retrospectivos, habían robustecido la carrera incendiaria, llegando a
cotas inimaginables que la recuperación del orden constitucional
requería de una ingente labor.
Ante ello, estas dificilísimas horas en la Historia de España,
reivindicaban de gran generosidad, saber estar, pero, sobre todo, de un
patriotismo titánico; como S.M. el Rey Don Felipe VI completó con su
tarea en el marco de las atribuciones que la Ley Fundamental le
concede. Apuntalando y consolidando el Estado Social y Democrático de
Derecho atribuido en su Artículo 1.
Complementando todo lo fundamentado, Don Felipe VI es un hombre y
un Rey de su tiempo; uno de los requerimientos cardinales que acompañan
a un gran líder como Su Majestad, en esta inexcusable capacidad de
adaptación al pulso histórico y social del medio en el que se le insta a
ser un referente.
Y no solo eso, porque más que adaptabilidad, lo definiría como
elemental la virtud que acumula, al anticiparse a las muchas ansias o
esperanzas, o dificultades y desvelos, atesorada como un bien común en
pos de sus ciudadanos, que lealmente se congratulan de conservarlo como
Su Hacedor al Servicio del Pueblo
Alfonso J. Jiménez Maroto
Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 11/II/2020.