Angela Merkel, Emmanuel Macron y Donald Tusk, presidente saliente del Consejo Europeo (CE), fueron los primeros en entrevistarse con el primer ministro británico, Boris Johnson, para insistir y repetir, con diplomática firmeza, que no es posible negociar ningún nuevo acuerdo entre el Reino Unido y la UE.
«Aliado enemigo», como lo califica el último informe de la Brookings Institution consagrado a las relaciones trasatlánticas, Donald Trump no dudó en sacar los pies del plato diplomático, para recordar su apoyo entusiasta a un Brexit duro, a finales de octubre: «Tras el Brexit, negociaremos un gran acuerdo comercial, el más importante de la historia del Reino Unido y los EE.UU.». El problema real entre Londres y Washintong es que están a una distancia de 5.900 kilómetros, y el transporte se encarece bárbaramente. Y Europa continetal está a 35 kilomtros por Calé y el Eurotunel.
Johnson reaccionó encantado ante tales propósitos, diciendo, en voz baja, que bien le gustaría que las exportaciones ingleses fuesen «mejor tratadas» en el mercado norteamericano (solo son palabras). La declaración del presidente de los EE.UU. es un torpedo dirigido contra la línea de flotación de los aliados europeos, apoyando una ruptura histórica y previsiblemente catastrófica para todas las partes. El resto de los miembros del G-7 prefirieron responder con un silencio intachable.