Los 83 años del asesinato de Federico García Lorca
Un día como hoy 19 de agosto de 1936 fue fusilado Federico García Lorca por los fascistas de Granada, por orden del gebneral Queipo de Llano desde Sevilla que sijo en un telegrama que le "dieran café, mucho café".
domingo, 18 de agosto de 2019 · 21:00
Por Vidal Mario*
Hoy se cumplen 83 años del absurdo asesinato, en un descampado de Granada, de Federico García Lorca.
Era un poeta y dramaturgo español con modales de señorito de alta alcurnia.
En el fondo, no era así. En realidad era alguien que para su época era amoral y subversivo.
En el 2011, en ocasión de mi primer viaje a
España y gracias al coordinador de la Casa-Museo “Federico García
Lorca”, Francisco Paco Vaquero, comencé a interiorizarme en profundidad
de la historia de éste poeta.
En el 2015 publiqué “El maleficio de la mariposa”, donde hablé de su vida y de su obra.
En noviembre de ese año, en Valderrubio,
acompañado del poeta Julio Enrique y del dramaturgo José María Cotarelo
Asturias, leí párrafos de ese libro.
Me ubicaron frente a uno de los pianos que Federico usaba allí, en el Cortijo de Daimuz.
Muerte y misterios
Federico era inocente como un ángel
que solamente se dedicaba al teatro y la poesía. Es por que hasta hoy no
se sabe a ciencia cierta por qué cayó del cielo, por qué lo mataron.
Varias hipótesis se tejieron sobre las razones de su penoso fin a manos de fanáticos franquistas.
Algunos comentaron que lo fusilaron por su reconocida fama de homosexual.
Otros dijeron que fue porque en febrero de ese mismo año 1936 apoyó al Frente Popular.
Se dijo también que fue debido a su
obra “La Casa de Bernarda Alba”, concebida por el poeta como una
venganza literaria contra las familias Roldán y Alba.
Tal vez su muerte haya obedecido
simplemente a que como los tiranos, los dictadores y los fanáticos les
tienen miedo a la inteligencia buscan eliminar a los inteligentes.
Posiblemente su sacrificio se haya
debido simplemente a que a algunos les conviene eliminar a los hombres
inteligentes, porque son un peligro para ellos.
La última noche
Tras su detención, ni siquiera un juicio sumario se le hizo, lo cual era comprensible.
¿De dónde iban a sacar las
imputaciones?. ¿De Yerma?, ¿de Doña Rosita, la soltera?, ¿de La Casa de
Bernarda Alba?, ¿de Mariana Pineda, o de Oda a Walt Whitman?.
De la casa de los Rosales, donde lo detuvieron, condujeron al juglar directamente a la Guardia Civil.
Allí se movían como peces en el agua
varios campeones de asesinatos, todos de sombría fama y compitiendo a
ver quién tenía más rayas en las culatas de sus pistolas.
De la Guardia Civil lo llevaron a una
antigua escuela denominada La Colonia, camino a Viznar. En ese lugar
pasó la última noche de su corta vida.
Era ya madrugada del 19 de agosto de 1936 cuando lo subieron a un camión.
Entre otros, sus compañeros de
infortunio eran un profesor universitario, un antiguo banderillero cojo
apodado Galadí, y el único pastor protestante de Granada.
El camión que llevaba a la muerte a
Federico era como una de esas carretas de la Francia de los días del
Terror que transportaban condenados a la guillotina.
Tal vez iría bebiendo por última vez y
con ojos bien abiertos las hermosas calles, los edificios, los árboles,
las plazas y los cafés de su amada ciudad a esas horas desierta.
Cuentan que horas antes, hundido en su
tragedia y en su miedo, no había podido recordar el Padrenuestro ante
el sacerdote que a su pedido fue a consolarlo.
¿Iría recitando ahora, camino a su destino final, esa oración fundamental o alguna otra?.
O tal vez iría despidiéndose de sus padres, hermanos, amigos y de amores ocultos a quienes presentía que ya no vería más.
Tiempo después, cuando la tragedia ya
se había consumado, María Teresa León, esposa de Rafael Alberti, le
diría a su amiga Magdalena Santiago: “Lo que más me horroriza, Magda, es
pensar en el miedo que habrá sentido Federico”.
Aunque posiblemente en esos últimos
minutos de su vida Federico no haya tenido tiempo de sentir miedo. Quién
sabe si más bien no iría pensando que todo aquello era sólo una
pesadilla y que pronto despertaría para volver a ser feliz.
Disparos en la madrugada
La negra carretera que el camión de la
muerte iba abriendo con sus luces para él no era un camino más. Era una
carretera que el condenado bien conocía.
Ese camino tan familiar ahora iba
mostrándole por última vez los campos de su niñez, los paisajes íntimos
de las serranías y los pueblos de la Vega y Sierra Elvira.
No podía ver a sus no menos amados
pueblitos Fuentevaqueros y Valderrubio porque estaban escondidos al otro
lado de una línea oscura y blanda de chopos.
En Viznar, el camión llegó a un lugar
donde se perfilaba un barranco rodeado de olivares. Los bajaron y
alinearon en un cauce seco donde había una vieja fuente.
Era costumbre entregar a cada
condenado un azadón para que cavaran sus propias tumbas, y apenas
concluida la torturante tarea sonaban las descargas.
Otras veces obligaban a las víctimas a
correr para así ejercitar sus punterías disparando a las nucas. Dicen
que en éste caso no ocurrió ni lo uno ni lo otro.
Simplemente los fusilaron. Tras el
crepitar de los fusiles y de las pistolas los verdugos ataron piedras en
la cabeza de cada muerto y los arrojaron a pozos poco profundos.
Por eso en ese trágico paraje había tantos agujeros de agua: en realidad eran tumbas.