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RESUMEN: En el trabajo nos ocupamos de la cuestión de ¿qué entender por vida humana?, que vamos abordando a través del análisis de las concepciones antropológicas que en el plano filosófico han ido marcando las pautas con relación al tema en cuestión en la cultura occidental, y que se encuentran en la base de las diversas interpretaciones de la configuración personal de la vida humana. Partiendo del supuesto de que la fundamentación antropológica de la vida humana tiene una importancia meridiana para la solución de los disímiles problemas ético-jurídicos de la sociedad contemporánea, nos afiliamos a las concepciones que permiten una expresión más plena o menos excluyente de lo humano en la actualidad. PALABRAS CLAVES: Vida, humano, hombre, persona, rasgos.
Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:
Martínez Gómez, J.A.: ¿Qué entender por vida humana?, en Contribuciones a las Ciencias Sociales, junio 2010, www.eumed.net/rev/cccss/08/jamg.htm
La vida humana es un fenómeno complejo, tal vez el más complejo e importante sobre el que se pueda tener conocimiento. El desarrollo de la ciencia arroja que ésta surge en un momento determinado, siendo aun, pese a lo avanzado, oscura la explicación del momento específico de su aparición y comienzo de su evolución. La vida humana es parte de la vida en general, es una forma de su manifestación, la más desarrollada de las conocidas. Desde los albores mismos de la civilización el hombre inicia el interminable camino hacia el descubrimiento y explicación de la verdad sobre la razón de ser de su existencia, pues cada individuo humano a lo largo de su vida va adquiriendo una visión muy particular y específica sobre este fenómeno de acuerdo a lo vivido. Esto hace extremadamente compleja la existencia del hombre y su investigación porque las vivencias y valoraciones particulares de cada sujeto condicionan en buena medida la objetividad del conocimiento adquirido, pues cada existencia humana acrisola una dosis importante de creación individual y colectiva que tiende a expresarse de uno u otro modo en su subjetividad.
¿Qué es eso que llamamos vida humana? Según Recansens Siches, la sola cuestión nos retrotrae a la modalidad de existencia de un ser del universo que no sólo se diferencia de los demás, “sino que es el ser fundamental” porque su vida “es la realidad primera y radical y a la vez la base y ámbito de todos los otros seres y la clave para la explicación de éstos” (Siches, 2009). Hasta dónde se sabe, el ser humano es el único que hoy toma su vida y la de los demás como objeto investigación, y aquí en la tierra no caben dudas de que la vida de todos los demás seres está cada vez más condicionada por la actividad vital de éste. El conocimiento sobre el hombre y su vida son aspectos que tienden a fundirse, de ahí la enorme importancia de revelar la esencia de éste como ser genérico para poder desentrañar su singular modalidad de existencia: la existencia humana.
Señala José Ramón AMOR PAN, que “las divergencias en problemas relacionados con la vida humana radican en diferencias fundamentales en la antropología que, explícita o implícitamente, nos apoya” (Amor, 2005, p. 87). En un período no del todo determinado antes de nuestra era, el salmista parece haberse percatado de ello cuando se hizo la pregunta fundamental de las humanidades: “¿Qué es el hombre…?” (Salmos: 8:4), a la que la cultura griega tempranamente trató de dar respuesta, estableciendo las bases para el origen de la antropología filosófica. Los sofistas fueron los primeros filósofos en hacer de los problemas humanos el objeto principal de su reflexión, aseverando con Protágoras que el hombre era el centro de todas las cosas (Laercio, 1990, p. 236). Sócrates enunció que la esencia del hombre radicaba en su alma, mostrando con ello que la racionalidad era el rasgo distintivo de lo humano, por lo que alma y cuerpo comenzaron a diferenciarse como elementos integrantes de toda vida humana. Siguiendo a su maestro, Platón reconoció la primacía del alma sobre el cuerpo, entendiendo que éste no era más que un obstáculo o cárcel para el alma que preexiste y lo sobrevive. Para el filósofo griego, el hombre era esencialmente su alma –o un alma que se puede hacer servir de un cuerpo-, por ello encaminó su filosofía a enseñar cómo liberar al alma de la prisión del cuerpo mediante la acción purificadora del conocimiento1. En La República aclaró que el alma perfeccionaba al cuerpo (Platón, 1991, Libro tercero, p.485), valorando su relación con éste en la existencia humana individual y social, en la que la función directiva o de gobierno se organizaba en correspondencia con su parte racional2.
A diferencia de Platón, que veía la relación entre el alma y el cuerpo como accidental en la vida humana, Aristóteles consideraba al hombre como una sustancia compuesta de cuerpo y alma, en la que el alma era la sustancia formal o “la entelequia primera de un cuerpo natural que tiene la vida en potencia” (Aristóteles, 1969, II, 1, pp. 47-48). Reconocía que ambos elementos eran inseparables, pero estimaba que lo que realmente distinguía a la vida humana era la presencia en ella de la razón o alma racional. Por ello planteaba en la Política que “los hombres llegan a ser buenos y virtuosos por tres cosas, que son la naturaleza, el hábito y la razón”, pero que encontrándose las dos primeras también en los demás animales, “el hombre vive por la razón que sólo él posee, por lo que es preciso que en él guarden aquellas tres cosas una armonía recíproca” (Aristóteles, 1992, VII, 12, p. 295).
Sin embargo, la vida del hombre y en general la humana no se agotan con la corporeidad y la espiritualidad individual, porque estas son a su vez partes de un conglomerado mucho mayor que resulta de la interacción de los propios seres humanos: la sociedad. Aristóteles también se percató de lo anterior, por ello definió al hombre diciendo que “por naturaleza es un animal político”, al tiempo que aseveraba “que quien por naturaleza y no por casos de fortuna carece de ciudad, está por debajo o por encima de lo que es el hombre”. Según la visión aristotélica, la sociedad precede al hombre como el todo a la parte por cuanto éste como individuo no se puede bastar a sí mismo, de ahí que considere que quien sea incapaz de vivir en sociedad o a causa de su suficiencia no la necesite, “es una bestia o un dios” (Aristóteles, 1992, Libro I, 1, pp. 158-159).
En la Edad Media encontró continuidad el pensamiento griego, pero esta vez de forma subordinada o como medio para un cometido mucho mayor: hacer razonable la fe. Para el cristianismo, religión y cosmovisión dominante en este período, la vida en general y la humana en particular eran el resultado de un acto de creación, adquiriendo su esencia de manos del creador, quien creó al hombre a imagen y semejanza suya, razón por la que el alma se llegó a interpretar como la expresión individual de la eterna espiritualidad divina en un cuerpo mortal. “Ningún ser vivo hay que no venga de Dios –decía San Agustín-, porque El es, ciertamente, la suma vida, la fuente de la vida” (San Agustín, 1956, XI, 21, p. 93).
Siguiendo a Platón, San Agustín consideraba que el hombre era esencialmente alma, un alma que se servía de un cuerpo (San Agustín, 1956, XXIII, 44, p.121), por ello, como ser libre, el hombre se veía obligado a elegir cómo vivir, según la carne o según el alma, y asumir las consecuencias de su elección (San Agustín, 2008). Así, basado en la concepción antropológica platónica y en su experiencia personal, el Obispo de Hipona entendió que al hombre, a quien todo le viene de Dios (San Agustín, 1997, I, VI, p. 14), la investigación lo debe conducir a la fe. Para ello solo tenía que buscar la verdad en si mismo -en su interior o alma-, para que le fuera revelada, y luego purificarse por la propia fe y lograr así su renovación (San Agustín, 1956, XXXVI, 66, 67, pp. 151-152).
Santo Tomas de Aquino utilizó a la filosofía de Aristóteles en su empeño de fundamentación, desarrollando su idea del hombre como unidad del cuerpo y del alma. El hecho de que el alma tenga materia es lo que permite diferenciar al hombre de Dios (de Aquino, 1975, 75, V, pp. 370-371. Lo que distingue al hombre de los demás seres vivos es que a él lo define su alma intelectiva que integra las formas inferiores (sensitiva y nutritiva), pero ésta también está unida inseparablemente al cuerpo, conformando entre ambas la naturaleza humana (de Aquino, 1975, 76, IV, p.389). Todo esto debe tenerse presente cuando se afirma que el hombre esta hecho “a imagen de Dios” por no tratarse aquí de una semejanza en igualdad, lo que se advierte por la presencia en la frase de la preposición “a” que “significa un cierto acercamiento que compete a lo distante”, presuponiendo cierta imperfección de la semejanza (de Aquino, 1975, 93, 1, p. 405).
Ya estos pensadores tomaban en cuenta aspectos a los que el desarrollo posterior de la reflexión sobre la vida humana no dejará de hacer alusión: el alma o razón, el cuerpo y su proyección individual y social. Fue así como el alma -por las posibilidades que ofrece- comenzó a ser el aspecto decisivo en la definición de los actos humanos, que el humanismo clásico tuvo a bien distinguir de los actos del hombre. Tomas de Aquino enunció con claridad esta diferencia en su Suma Teológica, en la que precisaba:
De las acciones que el hombre ejecuta solamente pueden llamarse “humanas” aquellas que son propias del hombre como tal. El hombre difiere de las criaturas irracionales en tener dominio de sus actos. Por lo tanto, solamente aquellas acciones de las cuales el hombre es dueño pueden llamarse con propiedad humanas. Este dominio de sus actos lo tiene por la razón y la voluntad; por eso el libre albedrío se llama “facultad de la voluntad y de la razón”. En consecuencia sólo se podrán considerar acciones propiamente humanas las que proceden de una voluntad deliberada. Y si algunas otras acciones hay en el hombre, pueden llamarse acciones del hombre; pero no propiamente humanas, porque no son del hombre en cuanto tal. (de Aquino, 1954, 1,1, p. 101)
En los sistemas teóricos expuestos, la funcionalidad social se acoge al principio de la subordinación de la parte al todo, de lo individual a lo social y de lo privado a lo público. La vida individual encuentra aquí el sentido y complemento necesario en la medida en que se inserta de algún modo en la comunidad y a ella obedece, y el garante de esta inserción como representante del bien común de ese todo social debe ser el Estado (Martínez, 2008). Por ello, lo social es interpretado como una dimensión externa al individuo en la que éste se ordena al fin común de la comunidad por la necesidad de superar la insuficiencia de su propia naturaleza. Esta fue la forma de enfocar la relación de lo individual y lo social prevaleciente hasta el final de la Edad Media.
En la Edad Moderna la concepción de la vida humana va a estar marcada por el proceso de secularización que paulatinamente se va abriendo paso y por el antropocentrismo, lo que llevará a enfatizar en los rasgos mundanos del ser humano en detrimento e incluso contraposición a su visión anterior como criatura sometida a los designios divinos. En este contexto, el iusnaturalismo y el racionalismo serán las corrientes más influyentes. Sus seguidores comienzan haciendo especial énfasis en la interpretación de la vida humana como parte de la naturaleza, y del hombre en específico como su componente más desarrollado. Para la mayoría de los pensadores de este período, la civilización era una resultante del propio desarrollo natural del hombre, que había decidido integrarse socialmente para ganar en seguridad y proteger sus derechos naturales. Para los modernos, lo natural del hombre era algo más propio de su pasado que un componente de su corporeidad física y social. La tesis de que el hombre al insertarse en la vida social supera a la naturaleza es la más difundida en esta etapa, aunque no siempre se pueda considerar a esta superación como algo positivo, según las ideas de Juan Jacobo Rousseau3.
La causa de esa superación algunos la veían en la casualidad, como Hobbes4, mientras que otros –la mayoría- consideraban que era la resultante de una inclinación natural a vivir en sociedad, que Kant estimó que coexistía con la inclinación a aislarse5, pero en fin, todos aceptaban de una forma u otra que su desarrollo pleno el hombre lo alcanzaba viviendo en sociedad. Con independencia de los argumentos, los diversos enfoques tendieron a destacar que el hombre individual es universal, que es la unidad primaria del género humano. El hombre como género expresa lo común, esencial y necesario de cada uno de sus miembros, con lo cual al mismo tiempo se niega a sí mismo porque formando parte de ese rasgo común que lo caracteriza se encuentra la libertad individual que tiende a afirmar su particular existencia frente a la vida genérica o comunidad existencial. La corriente iusnaturalista derivará la generalidad de su carácter natural, postulando que los hombres son libres por naturaleza, de donde se infiere su tendencia natural, genérica, a la afirmación de su individualidad como ente particular. Los racionalistas lo harán de su razón, entendiendo que el hombre debe ser racionalmente libre a la vez que insisten en el carácter individual de su libertad6.
Según Descartes, “el sentido común o razón es igual en todos los hombres”, por lo cual las diferencias entre ellos no pueden negar el aspecto común que les identifica7. En esencia, dice, el hombre es “una cosa que piensa”, pues se trata de un ser compuesto de cuerpo y de alma8, tesis en la que continua con el inagotable problema de la naturaleza dual del hombre. El hombre alberga una doble naturaleza porque posee atributos de dos sustancias: la sustancia espiritual – se divide en finitas (almas) y finita (Dios)-, cuyo atributo es el pensamiento; y la sustancia corporal (cosas extensas), que tiene como atributo a la extensión9. Sin embargo, dando por sentada la relación entre lo espiritual y lo corporal, Descartes no la explicó10 por considerar que ésta era una verdad que no admitía explicación11.
Spinoza trató de resolver la cuestión que dejó pendiente Descartes, esbozando una nueva tesis: el hombre no puede ser una mezcla de sustancias por la sencilla razón de que existe una única sustancia, que es infinita y causa de sí misma: Dios (Spinoza, 2006, p.7). Por ello, a lo sumo, el hombre no es más que una esencia compuesta por dos modos de los atributos divinos: el cuerpo, que es un modo del atributo divino de la extensión; y el alma, que es modo del atributo divino del pensamiento. Esto hace que ninguno de los atributos pueda ser causa del otro, siendo como son –ambos- efectos de una única sustancia (Spinoza, 2006, pp. 57-60). Con este nuevo planteamiento, Spinoza reconoció una dignidad al cuerpo de la que carecía en la concepción de Descartes: la de ser atributo de uno de los modos de la sustancia divina (Jardines, 2005, p. 82). De manera que el hombre no se puede comprender y definir sin alusión al cuerpo humano; es, por tanto, un cuerpo consciente de sí y del mundo12.
La interpretación de Holbach representa una ruptura con el supuesto ontológico anterior. Afirmó categóricamente que el hombre es “un ser material, organizado o conformado de cierto modo, que hace que pueda sentir, pensar y ser modificado de ciertas maneras que le son particulares, como también a su organización, y a las combinaciones particulares de las materias que se hayan reunidas en su composición”(Holbach, 1989, VI, p. 73). Según él, las facultades intelectuales del hombre no se pueden ver separadas de la naturaleza en la cual se originan, siendo como son, modalidades de su existencia corporal (natural). Por ello consideraba que la pretensión del hombre de verse superior a las demás producciones de la naturaleza era un error provocado por su dual posición de ser al mismo tiempo espectador y parte del universo, y por sus propios intereses (Holbach, 1989, VII-X).
Según Hégel, el hombre es un ser pensante y en esto se distingue del animal, lo que quiere decir que en todo lo humano -sensación, saber, apetito, voluntad- hay un pensamiento. Sin embargo, estimaba que esto no era suficiente porque “el pensamiento está subordinado al ser, a lo dado, haciendo de éste su base y su guía”, que no es otra que lo acontecido en la historia real, la objetivación del pensamiento o el pensamiento pretérito objetivado (Hegel, 1973, pp. 83-84), es decir, el mundo del espíritu que es el reino de la conciencia universal creado por el hombre. En este sentido, planteaba Hegel, la naturaleza humana viene a ser la resultante de la unión del espíritu con la naturaleza. “Lo que el hombre es realmente, tiene que serlo idealmente”, en virtud de lo cual el hombre sabe, a diferencia del animal, lo que determina su actuación. Sus móviles son las representaciones de lo que es y de lo que quiere, es decir, son fines ideales los que determinan en última instancia sus actos mediando entre el reclamo de los impulsos y su satisfacción. El hombre puede inhibir o reprimir los primeros, con lo cual se hace libre y en este mismo acto supera a la naturaleza (Hegel, 1973, pp.100-105).
De la misma manera que lo universal debe realizarse mediante lo particular, el hombre se realiza a través del individuo, que es el hombre realmente existente. Él es el espíritu subjetivo, el espíritu individual consciente de sí mismo que se objetiviza en sus propias obras, la más importante de las cuales es el Estado. En el Estado, dice Hegel, reside el ser del hombre, y no porque el último pueda hacer del primero el medio fundamental para alcanzar todos sus fines, sino porque a través del Estado la razón, que es su propio ser, deviene objeto de sí misma y se logra autoconocer; en otras palabras, su esencia racional adquiere a través del órgano estatal una existencia objetiva e inmediata. Es precisamente a través del Estado que se da la unidad entre lo individual y lo universal, porque es el que hace posible la participación del hombre en las costumbres, en la vida jurídica y moral, toda vez que las normas (leyes) – porque el Estado acostumbra a obrar según la voluntad universal y a proponerse fines universales- unen la voluntad individual con la social, lo subjetivo con lo objetivo. Y como la esencia del espíritu es su actuación, el hombre es su acto o la serie de sus actos, que dejan de ser abstractos al concretizarse en las dos manifestaciones fundamentales del espíritu: el Estado y los individuos (Hegel, 1973, pp.125-146).
Feuerbach hizo de la reflexión sobre el hombre el centro de su filosofía. Para el filósofo alemán, la esencia del hombre había que buscarla en su diferencia esencial del mundo animal, que de acuerdo a la opinión más simple, general y popular no es otra que la de su conciencia en sentido estricto, que “sólo se encuentra allí donde un ser tiene por objeto la reflexión, su propia esencia, su propio género” (Feuerbach, 1980, p. 34). El carácter reflexivo de la conciencia permite que el hombre lleve, a diferencia de los animales, una vida doble, objetiva y subjetiva, pues su vida interior no se identifica con su vida exterior como en aquellos. Esto hace, según Feuerbach, que el hombre pueda “colocarse en el lugar del otro, precisamente porque no sólo su individualidad, sino también su género y su esencia, son los objetos de su reflexión” (Feuerbach, 1980, p. 35). A partir de estas ideas, Feuerbach destaca los elementos constitutivos fundamentales – “las fuerzas más altas” o “perfecciones” - de la esencia del hombre que le revela su propia conciencia, y que no son otros que la razón, la voluntad y el corazón. “La fuerza del raciocinio –nos dice- es la luz de la inteligencia; la fuerza de la voluntad es la energía del carácter, y la fuerza del corazón es el amor” (Feuerbach, 1980, p. 36).
Pero en modo alguno la esencia del hombre se puede reducir a su pensamiento u otro aspecto fundamental, porque éste se diferencia de los animales con todo su ser. Por ello precisa que no tenemos incluso que rebasar el marco de la sensibilidad para establecer la diferencia entre el hombre y los animales porque su existencia es universal, ilimitada y libre, y no particular y limitada como la del resto de los seres vivos; y la causa de lo anterior no se puede buscar en facultades específicas suyas, como la razón y la voluntad porque se extiende a todo su ser (Feuerbach, 1976, p.107).
Aun siendo la naturaleza de origen, la racionalidad y, como derivadas de ellas, la libertad y la convivencia social las características del hombre más importantes para los modernos, no fueron los únicos aspectos de la vida humana destacados por ellos. En este período también se comienza a caracterizar a ésta por sus producciones, obras y forma de relaciones sociales específicas. En uno de sus primeros apuntes reflexivos, los Manuscritos Económicos y Filosóficos de 1844, Carlos Marx enuncia aspectos de una concepción del hombre en la que ya se advierten diferencias cruciales respecto a los pensadores anteriores. En este trabajo señala que la actividad vital que distingue al hombre y define su vida genérica es el trabajo, considerando que éste engendra en última instancia la vida de la especie Homo sapiens y ya contiene los elementos que la diferencian. “En el carácter de la actividad vital –dice- se encierra todo el carácter de la especie concreta, su carácter genérico, y la actividad consciente libre viene a ser, precisamente, el carácter genérico del hombre” (Marx, 1989, p. 60-61).
Para Marx, son las características de la actividad vital humana las que marcan su diferencia del resto del reino animal. Por ello, concluye diciendo en la mencionada obra:
El animal se identifica directamente con su actividad vital. No se diferencia de su actividad vital. Es esta actividad vital. El hombre convierte su actividad vital misma en objeto de su voluntad y de su conciencia. Su actividad vital es consciente. No es una determinación con la que se funde directamente. La actividad vital consciente diferencia directamente al hombre de la actividad vital animal. (Marx, 1989, p. 61)
En el mismo año 1844, en su Introducción a la Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, Marx continúa desarrollando la idea esbozada en los Manuscritos cuando plantea que “el hombre no es un ser abstracto, agazapado fuera del mundo. El hombre es el mundo de los hombres, el Estado, la sociedad” (Marx, 1976, p. 13). Con ello ya llamaba la atención sobre el hecho de que al hombre no se le podía definir en abstracto, pues cada época histórica aporta nuevo contenido a su naturaleza social. Un año después, en 1945, enunciaba su conocida tesis de que “la esencia del hombre no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales” (Marx, s/a, p. 25). En ella Marx expresaba que al hombre no se le puede definir fuera del contexto socio-histórico porque su esencia genérica es social. Los demás atributos humanos (corporeidad física y conciencia, entre otros) no son definitorios de su esencia porque son engendrados en un determinado contexto histórico y están, por tanto, condicionados socialmente. La sociedad se produce y reproduce a través de la producción de bienes materiales, de ahí que ésta sea vista por Marx como la clave para desenterrar los misterios de la naturaleza humana.
Analizando las concepciones esbozadas sobre el hombre (en concreto la judeo-cristiana fundada en el origen divino, la clásica griega que lo interpreta como ser racional, la basada en la ciencia moderna que lo ve como un ser natural que se diferencia de los demás por el grado y proporción en que combina la energía y facultades ya existente en la naturaleza infrahumana, entre otras), Max Scheller planteaba que el concepto esencial del hombre debe hacer referencia a su negación del mundo animal en general (Scheller, 1971, pp. 23-26). La esencia del hombre se revela en el acto mismo en que se humaniza tomando a la naturaleza como objeto, porque en el se nos muestra su estructura fundamental, es decir, “todos los monopolios, todas la funciones y obras específicas del hombre: el lenguaje, la conciencia moral, las herramientas, las armas, las ideas de justicia y de injusticia, el Estado, la administración, las funciones representativas de las artes, el mito, la religión y la ciencia, la historicidad y la sociabilidad” (Scheller, 1971, pp. 108-109).
Arnold Gehlen nos dirá que el hombre es un ser orgánicamente carencial, que al no ser apto para vivir en ningún ambiente natural se ha visto precisado a crear una segunda naturaleza, es decir, un mundo substitutivo artificial, inofensivo, manejable y útil para satisfacer sus necesidades vitales (Gehlen, 1993, pp. 63-66). Henri Bergson planteaba que el hombre se define a partir de su facultad para fabricar instrumentos, que es en ella donde se origina su inteligencia y el carácter creador de su pensamiento, por lo que propone el término homo faber y no el de homo sapiens para designar a nuestra especie, por considerarlo mucho más preciso (Bergson, 1963, pp.557-558).
Ernst Cassirer descubre un nuevo rasgo diferenciador de la vida humana al estudiar la diferencia de las respuestas de los animales y el hombre ante los estímulos del mundo exterior. Mientras que las respuestas de los primeros son directas e inmediatas, las del segundo se caracterizan por ser demoradas y en general retardadas por estar mediatizadas por el universo simbólico del cual se sirve el pensamiento humano, que analiza cada estímulo y respuesta. Este universo se teje por un conjunto de elementos artificiales, tales como el lenguaje, el mito, el arte, la religión, entre otros, que mediatizan el conocimiento de la realidad y las reacciones humanas ante ésta. Por tal razón, para Cassirer sería mucho más preciso definir al hombre como un animal simbólico que como un animal racional (Cassirer, 1974, pp.47-49).
Al final del decimonónico y comienzos del siglo XX comienzan perfilarse dos corrientes filosóficas que harán específicamente de la vida el objeto de su reflexión: la filosofía de la vida y el existencialismo. La filosofía de la vida se lanza contra el rasgo fundamental por el que se define a la vida humana en la modernidad: la razón y la naturaleza socializada del hombre, para erigir en su lugar un nuevo rasgo, hasta entonces excluido de su definición: lo irracional. Según Arthur Schopenhauer, la vida es la manifestación de una fuerza cósmica o impulso irracional, la voluntad, y está al servicio de esa fuerza. El hombre no escapa a ese designio, sólo que a diferencia de los demás seres vivos logra representárselo tomando conciencia del mundo a través de la manifestación de esa voluntad en su cuerpo, que deviene así esencia del hombre. A la fundamentación de esta tesis dedicó su más importante obra: El mundo como voluntad y representación (Schopenhauer, 1985, 1, pp17-18).
Friedrich Nietzsche es sin duda el negador más activo de la concepción moderna de la vida en esta corriente. Eugen Fink subraya que la filosofía de Nietzsche se torna antropológica y su “reducción al hombre va acompañada también de un cambio en el concepto de vida”, que se despoja de su proyección metafísica y mística para centrarse ahora en un concepto biológico del hombre (Fink, 1969, p. 62). Según Nietzsche, el aspecto más destacado por los modernos como determinante y a la vez definidor de la vida humana, la razón, no ha sido más que una máscara tras la que se ha estado escondiendo lo más esencial y significativo: los instintos y la voluntad de poder. Al considerar que la vida se estructura en sí misma, en la biología y no en el más allá ni en las cosas que la trascienden, su visión del hombre corre pareja con la proclamación de la muerte de Dios. Y es que en la visión nietzscheana el hombre se hace libre cuando se libera de los ideales, de las ideas trascendentes, en fin, de Dios, de la moral y de la metafísica.
En la concepción esbozada por Nietzsche, el espíritu y la libertad se reintegran a la tierra, se reconocen como partes y criaturas suyas, por lo que ésta definirá ahora la vida del hombre. Por tanto, el cuerpo (la realidad terrena) será la única realidad humana (Fink, 1969, p. 108), y el lugar donde habrá que buscar la explicación de todo lo demás. “Libertad –dice en El ocaso de los ídolos- significa que los instintos viriles, los que se complacen en la guerra y en la victoria, preponderan sobre los demás instintos, por ejemplo, sobre el instinto de felicidad” (Nietzsche, 1999, p. 88). La nueva interpretación de la libertad está basada en su concepción de la voluntad de poder, que parte del siguiente supuesto: en toda volición hay siempre una pluralidad de sentimientos y un pensamiento que manda basado en el “afecto de superioridad con respecto a quien tiene que obedecer” (Nietzsche, 1986, p. 39).
De esta forma, Nietzsche se lanza contra la concepción moderna de la libertad basada en la racionalidad, y en el desarrollo del principio de la responsabilidad individual como respuesta a la necesidad de tener presente en las propias decisiones al otro y de respetarlo. A partir de estos supuestos, el hombre nietzscheano intenta superarse a sí mismo y a la humanidad por medio de la fuerza, el temple y el desprecio, ateniéndose a la idea de que “donde falta la voluntad de poder, hay decadencia” porque se viola la ley de la selección natural13. Es obvio a donde conduce esta forma de pensar que proclama la venida del superhombre. Según enuncia el propio Nietzsche, su reformulación metodológica de la concepción de la vida humana es bien simple y puede resumirse en pocas palabras: “Ya no derivamos al hombre del espíritu, de la divinidad; le hemos colocado entre los animales. Para nosotros es el animal más fuerte, porque es el más astuto: consecuencia de ello es su intelectualidad”14.
Para los existencialistas, la vida del hombre no es un simple estar en el mundo o una mera presencia, sino más bien, como dijera Martín Heidegger, una elección y un proyecto. La existencia es el modo de ser del hombre que, a diferencia de los animales, no limita su vida a lo naturalmente dado sino que la construye con sus propias decisiones, es decir, es un “poder ser” que se realiza, no sin angustia a causa de que el hombre, según Jean Paul Sartre, al reflexionar sobre su libertad capta que es totalmente libre y al mismo tiempo incapaz de hacer que el sentido del mundo provenga de él (Sartre, 1989, p. 75).
Por tanto, de acuerdo a la filosofía del existencialismo, el hombre es una conciencia que se hace a sí misma en total libertad, es el resultado de sus decisiones, de ahí que sea en esencia, como ser individual, una posibilidad que se realiza en un tiempo y espacio histórico específico. Según Emilio Lledó, el existencialismo se mueve dentro del modelo yo-libertad-historia, con la peculiaridad de que aquí no se trata ya del yo creador y, en parte racional, sino de un individuo sin importancia colectiva, que cuando lanza su proyecto vital tropieza continuamente con el absurdo, porque el campo de la libertad se le abre tanto que pierde los límites entre los cuales ésta tiene sentido, lo que le lleva a encontrase no con los límites que marcan los dominios de las conquistas de su libertad, sino con su negación infinita (Lledó, 1973, pp. 76-79). Pese a ello, el hombre es responsable de su existencia frente a toda la humanidad. Así lo ve Sartre:
Y cuando decimos que el hombre es responsable de sí mismo, no queremos decir que el hombre es responsable de su estricta individualidad, sino que es responsable de todos los hombres. [...] Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que al elegirse elige a todos los hombres. En efecto, no hay ninguno de nuestros actos que al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser. Elegir esto o aquello es afirmar al mismo tiempo el valor de lo que elegimos, porque nunca podemos elegir el mal; lo que elegimos es siempre el bien, y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos. Si, por otra parte, la existencia precede a la esencia y nosotros quisiéramos existir al mismo tiempo que modelamos nuestra imagen, esta imagen es valedera para todos y para nuestra época entera. Así, nuestra responsabilidad es mucho mayor de lo que podríamos suponer, porque compromete a la humanidad entera. Si soy obrero y elijo adherirme a un sindicato cristiano en lugar de ser comunista; si por esta adhesión quiero indicar que la resignación es en el fondo la solución que conviene al hombre, que el reino del hombre no está en la tierra, no comprometo solamente mi caso: quiero ser un resignado para todos; en consecuencia, mi acto ha comprometido a la humanidad entera. (Sartre, 1978, pp. 19-20).
El análisis de la vida humana tampoco se escapó al estructuralismo que, a diferencia del pensamiento anterior que persiguió buscar lo distintivo y esencial de ésta, considera –según Lévi-Strauss- que “el fin último de las ciencias humanas no es constituir al hombre, sino disolverlo” (Strauss, 1972, p. 357). Strauss aclara que “disolver” no supone la destrucción de las partes sometidas a la acción de otro cuerpo porque en la disolución no se deben empobrecer los fenómenos sometidos ni eliminar lo que contribuya a su riqueza y originalidad distintiva, pero sin dudas la reducción que supone la disolución ayuda a superar las ideas preconcebidas de lo que es la humanidad (Strauss, 1972, pp. 357-359; 361). Para esta corriente filosófica, la regularidad no está en los elementos que dependen de ella, pues es supraindividual. A juicio de Adolfo Sánchez Vázquez, en esencia el estructuralismo afirma: “Si los hechos no existen aisladamente sino en la totalidad en que se integran como elementos, relaciones, y dependencias, su explicación tiene que darse al nivel del todo del que forman parte (sistema o estructura) (Sánchez , 1970, p. 50).
Las diferentes descripciones antropológicas suelen arrojar entre los rasgos distintivos del hombre, los siguientes (Berovides, 2008, pp. 6-7):
1. Postura erecta y marcha bípeda.
2. Comunicación (lenguaje) abstracta y simbólica.
3. Cerebro relativamente grande, capaz de desarrollar:
a) Gran inteligencia.
b) Pensamiento abstracto y simbólico.
c) Autoconciencia.
d) Previsión del futuro.
4. Desarrollo del fenómeno conocido como cultura, entendida como norma de vida del grupo social y los productos materiales y espirituales de las colectividades humanas.
5. Uso permanente y dependencia de las herramientas elaboradas.
6. Alto grado de sociabilidad.
7. Hijos prematuros que requieren de mayor tiempo de cuidado comparado con el que le dedican otras especies a los suyos.
8. Mayor proporción de proteína animal en la dieta.
9. Destacadas modificaciones de la anatomía, fisiología y conducta sexual.
10. Piel desnuda, con vellos localizados en regiones (cabeza, axila, pubis).
Sin embargo, las ciencias sociales siguen definiendo al hombre por sus rasgos esenciales y no como un todo o compendio de rasgos. Así operan el Derecho y en general las ciencias jurídicas, e incluso la Bioética. En la medicina ha tenido un mayor impacto el enfoque multifactorial, que es el que preside la mayoría de las concepciones etiológicas actuales que se atienen al enfoque del hombre como un complejo de partes o aspectos, las cuales se estructuran a partir de tres grandes sistemas: el biológico, el psicológica y el social, lo que ha dado lugar a la concepción del hombre como un ser biopsicosocial. En un lugar tan sensible como el de la praxis sanitaria, dónde se suelen tomar decisiones que atañen a la vida y a la muerte del paciente, los médicos han tenido que asistir al enfrentamiento de posiciones ideológicas en torno a lo humano.
Una de las más perniciosas, no tan difundida hoy, es la del determinismo biológico del hombre o la antropología biologicista conocida como darwinismo social. Sus orígenes se remontan a la propia modernidad, donde el debate acerca de la esencia de la naturaleza humana trasciende el terreno filosófico para convertirse en un asunto también de las ciencias particulares (botánica, zoología, anatomía, entre otras) que luego se integran en una disciplina mucho más abarcadora: la biología. Lo que para los antiguos fue sólo especulación, ahora se torna un hecho: los hombres y los animales tienen aspectos comunes, aunque son cualitativamente diferentes. Sin embargo, el problema siempre sigue siendo descubrir hasta dónde cada uno de los aspectos constitutivos del hombre determina que su existencia sea cualitativamente diferente.
Una de las vertientes de mayor influencia en la investigación de la determinación biológica del hombre ha sido sin dudas la teoría evolucionista de Charles Darwin, según la cual todas las formas vivas evolucionaron conforme a la ley de selección natural y su mecanismo, la lucha por la existencia; tesis con la que tampoco queda claro cómo fue que se diferenció cualitativamente la vida del hombre de la del resto de sus congéneres15. Pero dado por cierto el juicio de la ley de la evolución, algunos comenzaron a basar en ella la doctrina económica y política liberal del laissez-faire. Otra consecuencia importante del reduccionismo biologicista fue la eugenesia y el racismo, tristemente emparentados en la teoría y en la práctica, toda vez que el afán de la perfección del ser humano propio de la primera da por sentada la superioridad biológica de determinados seres de la especie homo sapiens.
Con el desarrollo y conclusión del Proyecto Genoma Humano comenzaron a doblar campanas a favor del biologicismo, esta vez fundamentado en los nuevos avances de la genética y la biología molecular. Al parecer, veinte siglos de era cristiana y prácticamente 18 de filosofía y ciencia en Occidente no han sido suficientes para que nos percatemos de una vez y por todas de que la vida humana emerge a partir de la vida biológica pero es mucho más que eso16. No obstante, la valoración de la vida humana no puede ser ajena al hecho mismo de los elementos que la integran, pues son los que hacen de ella algo cualitativamente superior a cualquier sustancia animal o simplemente viviente que se expresa espontáneamente en determinada corporeidad. El viviente humano deviene persona que, a decir de Cofré Lagos, es “una construcción espiritual y social que, dependiente de lo que hemos entendido como viviente, va mucho más allá de él y lo supera largamente” (Cofre, 2004). Y es cierto que ningún ente de la naturaleza llega a ser persona ni tiene personalidad, pero también lo es que tampoco ninguno tiene la plasticidad necesaria para serlo, lo que significa que ya la biología humana, a pesar de tener cosas comunes con la de los demás seres vivos, es también sustancialmente distinta, pues ha sido transformada en el propio proceso de la praxis en el que aparece la persona y ésta transforma la naturaleza creando una segunda naturaleza: la de la cultura.
La vida humana es vida personificada, es la vida de la persona que se distingue por ser consciente y voluntaria, es decir, es vida que llega a tener conciencia de sí misma y elige alternativas de desarrollo individual y social por las que contrae cierta responsabilidad. La existencia personal está condicionada socialmente toda vez que es personificación individual de la vida social o genérica, de un mundo cultural que se expresa en un determinado contexto histórico. Lo biológico, aunque subordinado al componente consciente y social, también es humano en el hombre, y no sólo porque se haya transformado y socializado a través del desarrollo histórico, sino también por ser el soporte natural de la persona, lo que le confiere valor y dignidad.
La vida humana se reconoce y existe jurídicamente como vida personal, lo que ya entraña de por sí una cualidad del hombre o de lo humano. El problema está en la concepción de que se parte: de la interpretación de la persona como la actualización o manifestación individual de ciertas propiedades distintivas del ser humano, o como una entidad consustancial a lo humano. Acogiéndose a la primera interpretación, Tristram Engelhardt señalaba que lo que distingue a las personas “es su capacidad de tener conciencia de sí mismas, de ser racionales y preocuparse por ser censuradas y alabadas”, concluyendo que “no todos los seres humanos son personas” porque “no todos son autoreflexivos, racionales o capaces de formarse un concepto de la posibilidad de culpar o alabar”. Por tal razón, “los fetos, los retrasados mentales profundos y los que se encuentran en coma profundo” no son personas aunque sean seres humanos o miembros de la especie homo sapiens (Engelhardt, 1995, p. 155).
El anterior criterio también es compartido por autores como Peter Singer, Michael Tooly, R. F. Frey y Martín Farrel, entre otros. Según Massini, la posición opuesta estima que la persona no puede reducirse a la constatación empírica de sus cualidades porque ella es el supuesto ontológico de lo humano y, por tanto, consustancial a su esencia17. Uno de los representantes más activos Robert Spaemann, señala que “reducir la persona a ciertos estados actuales –conciencia del yo y racionalidad- termina disolviéndola completamente: ya no existe la persona sino `estados personales de los organismos`”(…) La personalidad es una constitución esencial, no una cualidad accidental. Y mucho menos un atributo que (…) se adquiera poco a poco. Dado que los individuos normales de la especie homo sapiens se revelan como personas por poseer determinadas propiedades, debemos considerar seres personales a todos los individuos de esa especie, incluso a los que todavía no son capaces, no lo son ya o no lo serán nunca, de manifestarlos”18.
En su encíclica Pacen in terris, JUAN XXIII dice exactamente: “En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto” (1963, núm. 9).
Según Cifuentes, la “persona es la realidad-hombre conceptualizada de modo específicamente jurídico” (1995, p.138). Al reconocer al hombre como persona, el ordenamiento jurídico no sólo reconoce su aptitud para ser sujeto de derechos y obligaciones, sino también su dignidad y atributos (Díez y Gullón, 1994, p.223) como expresión suprema de su valor. La cuestión está en la determinación material o contenido del concepto persona. De ella dependerá la determinación de qué seres humanos se les brindará protección jurídica y a cuáles no. Sin embargo, no caben dudas de que el humanismo crecerá con la concepción de persona que sea mucho más abarcadora o menos excluyente.
Notas
1. Entiende que el cuerpo obstaculiza y aprisiona el alma a cuenta de su necesidad de ser alimentado, de las enfermedades que sufre o padece y de las pasiones que experimenta; por ello, tanto para poder investigar y llegar a la sabiduría como para lograr una inmortalidad decorosa y no reencarnar en cuerpos inferiores al humano en dignidad, el hombre debe aprender a liberar su alma del cuerpo a través de la labor purificadora del conocimiento. Vid. Platón, “Fedón”, en Platón (1998). Diálogos. México: Editorial Porrúa, pp. 404-407; Cfr. Platón, “La República o de lo justo”, Libro tercero, en Platón. Diálogos, cit., p. 485.
2. Su construcción del estado ideal la basó en la estructura del alma, al igual que su idea de justicia. Vid. Platón, “La República o de lo justo”, cit., Libro cuarto, pp. 508-509.
3. Rousseau se detuvo a analizar las consecuencias perjudiciales del desarrollo social y científico para el hombre, sobre todo en lo relacionado con el origen de los males y la corrupción de las costumbres. Vid. Al respecto sus obras: Discurso sobre las ciencias y las artes y el Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres.
4. Según Hobbes, el hombre no es un animal político por naturaleza, es decir, no existe en él la predisposición natural para la vida social, por lo que estima que su reunión en sociedad debe haber ocurrido de manera accidental. Vid. Hobbes, T. “De cive”, I, 1,2, en Cortés Morató, Jordi y Martínez Riu, Antoni (1999). Diccionario de filosofía en CD-ROM. Barcelona: Editorial Herder.
5. Kant lo explica del siguiente modo: “Entiendo en este caso por antagonismo la insociable sociabilidad de los hombres, es decir, su inclinación a formar sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante que amenaza perpetuamente con disolverla. Esta disposición reside, a las claras, en la naturaleza del hombre. El hombre tiene una inclinación a entrar en sociedad; porque en tal estado se siente más como hombre, es decir, que siente el desarrollo de sus disposiciones naturales. Pero también tiene una gran tendencia a aislarse; porque tropieza en sí mismo con la cualidad insocial que le lleva a querer disponer de todo según le place y espera, naturalmente, encontrar resistencia por todas partes, por lo mismo que sabe hallarse propenso a prestársela a los demás” . Vid Kant, I. (1978) “Idea de una historia universal en sentido cosmopolita”, en Filosofía de la historia, FCE, México, pp. 46-47.
6. Cfr.Baeza, C., “Descartes: filosofía y Edad Moderna”, en: Descartes, R. Obras, Ciencias Sociales, La Habana, 2001, pp. VII-X.
7. Dercartes, R. “Discurso sobre el método que ha de servir la razón para buscar la verdad en las cosas”, en: Descartes, R (2001). Obras. La Habana: Ciencias Sociales, p. 3.
8. Dercartes, R., “Meditaciones sobre la Filosofía Primera”, en: Descartes, R. Obras, cit., Meditación Segunda, pp. 64 y ss.
9. Descartes, R. “Los principios de la filosofía”, en: Descartes, R. Obras, cit., p. 185.
10. El filósofo moscovita señalaba:”Cómo pueden concordar entre sí –y no de modo casual, sino sistemática y regularmente –dos mundos que no tienen entre sí nada de ‘común’ o ‘idénticos’?” Vid. Ilienkov, E. V. (1977). Lógica dialéctica. Moscú: Editorial Progreso, p. 23.
11. “Extractos de las cartas de Descartes”, en: Descartes, R. Obras, cit., p. 395.
12. Larroyo, F. “La Filosofía de Spinoza”, estudio introductorio, en Spinoza, B. (2006), Ética, La Habana: Editorial Ciencias Sociales, p. XXVII.
13. Esta idea aparece desarrollada sobre todo cuando critica a la moral cristiana y a la razón moderna en El Anticristo. Vid. Nietzsche, F. (1999). El Anticristo, tercera edición. Buenos Aires: Ediciones Fausto, pp. 20-25.
14. Ídem, p. 32.
15. Si algo asemeja la conducta del hombre actual con la de los antepasados animales de los que se dice haber evolucionado, es su rapacidad, pues la relación depredadora que sostiene con la vida de la tierra está comprometiendo su propia existencia humana.
16. Martínez Gómez, J. A. “El proyecto genoma humano. Enfoque ético y antropológico”, en Colectivo de Autores (2004). Lecturas de Filosofía, Salud y Sociedad. La Habana: Editorial Ciencias Médicas, pp. 201-201)
17. Vid. Massini, C. I. “El derecho a la vida en la sistemática de los derechos humanos”, en Saldaña, J. (2000). Problemas actuales sobre derechos humanos. Una propuesta filosófica. México: Universidad Autónoma de México, p.163.
18. Spaemann, R. (1992). ¿Todos los hombres son persona?, en del Barco, J L. (1992). Bioética. Madrid: Rialp, p. 72.
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