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ARTICULOS DE OPINION
Revista digital de arte, cultura y opinión en Alicante. Enlace con POESIA PALMERIANA. En estas páginas no podemos estar ajenos a lo que pasa en España ni en el mundo. Dirigida por el escritor, poeta y pintor Ramón PALMERAL. Los lectores deciden si este blog es bueno, malo, o merece la pena leerlo. El periodismo consiste en decir lo que a algunos no les gustaría leer.
miércoles, 17 de abril de 2019
"El abuelo tosía mucho". Muere Manuel Acántara, él último periodista del Movimiento. Autobiografía
Manuel Alcántara es el último columnista del Movimiento, aún conservaba el bigote de la posguerra como un emblema franquista. Amigo de Utrera Molina. Luego se recombirtió y se hizo acerado demócrata en su Rincón de la Victoria. Ahora esperamos su biografía en 2 tomos para comprarla, y sus obras completas en 100 tomos.
El
abuelo tosía mucho. Por otra parte, era lo único que hacía, siempre en
aquel sillón de madera con el asiento de anea. Un sillón rústico y
sólido, pintado de un negligente color azul, un poco intempestivo. Un
color que nunca fue propio de los sillones. Sólo dejaba de toser el
abuelo cuando fumaba, pero nada más apurar el cigarro de infame
picadura, que él mismo liaba y ensalivaba, reemprendía su dedicación
exclusiva. No puedo decir que su tos fuera inconfundible, ya que no
podía confundirla con ninguna otra. En mi vieja casa de la calle Lagunillas no tosía nadie: ni mi abuela, ni mi tía María, ni mi tío, ni mi padre, ni mi madre… Nunca le tuve un cariño especial al abuelo.
Había sido un buen cazador y un magnífico bebedor de aguardiente, según
los anales de la familia, pero ya estaba sonado, quieto en aquel sillón
cómodo y absurdo, como algunas convicciones religiosas. Además, a veces me llamaba Bartolomé.
Al parecer, tuvo un hermano que se llamaba así, al que quería mucho y
murió muy joven. Se conoce que, en la bruma de la vejez, se le venía a
la desvencijada cabeza el hermano aquel que murió pronto. No como él,
que estaba allí, viviendo o durando, frente a un balcón por donde
entraba el sol vitalicio de Málaga.
Frente a otro balcón estaba
yo, siempre a lomos de un caballo de cartón, enjaezado de lo mismo. Los
juguetes de los años treinta pinchaban. Eran todos de lata, salvo los
camiones de madera, con su conductor hierático, siempre de perfil, y un
rostro muy parecido al del ex ministro señor Boyer. Yo prefería los briosos caballos de cartón y todos los años le pedía uno a los Reyes Magos, que, justo es decirlo en su triple honor, no me fallaron nunca. Llegué a tener un hipódromo. Si bien los caballos de cartón son los únicos que he montado en mi vida, nadie puede dudar de mi vocación de jinete.
-Bartolomé parece tonto —dijo el abuelo, entre tos y tos—, se pasa las horas muertas subido en el caballo. No me gustaba jugar en la calle.
Prefería las cabalgadas de cartón frente a aquellas persianas verdes
por donde se colaba el sol dejando en los ladrillos un morse de puntos y
rayas que fue el primer alfabeto de mi infancia. Yo era un niño tímido y flaco y ahora no soy ninguna de las tres cosas. Bastan sesenta y tantos años para cambiar a cualquiera.
Cuando yo era flaco, tímido y niño, Málaga tenía unos 180.000 habitantes. Quiere decirse que mi presencia no era necesaria. Al menos, no era estrictamente indispensable. No se sabe por qué, pero en Málaga siempre da la impresión de que sobra gente.
Basta transitar por la calle Nueva para que uno sospeche que hay
personas que están repetidas. Para situar estos recuerdos debo referirme
a cómo estaba la situación. En aquel entonces, que a mí me parece que
fue ayer, pero no fue ayer, sino en 1928, sólo hacía siete años de la
terminación del pantano de El Chorro, nuestro Cañón del Colorado con
barandillas. Y sólo cinco desde la inauguración de la Fundición de Plomo
de los Guindos. Y dos desde que empezara a publicarse la revista
'Litoral' y desde que empezaron los problemas de la Industria Malagueña
Textil, más conocida entre nosotros como la Textil, que aquí le echamos
mucha amenidad a los acentos y a nadie se le ocurre jugar al dominó,
sino al dómino, que es más divertido.
Había cada año 1.750 nuevos
malagueños. La tasa de natalidad era del 30,5 y la mortalidad, del 21,6.
Crecía la ciudad, por lo tanto. Las reformas urbanas en tiempos de don Miguel Primo de Rivera inflaban y degradaban los barrios, pero eran irremediables.
La renta per cápita estaba muy por debajo de la bajísima media nacional
y las ocupaciones de nuestros paisanos, también a nivel provincial, se
distribuían de una manera que no conduce directamente al progreso: el 59
y algo por ciento se dedicaba a la agricultura, el 20 y pico a la
industria y más del 19 a los servicios. Lo peor era el analfabetismo.
Entre los años 20 y 30, daba Málaga un 73 por ciento, mientras la media
nacional era del 43, que ya está bien. Nadie puede decir que no hayamos
ido a mejor, pero los cálculos actuales son equívocos, ya que ahora hay muchos analfabetos que saben leer y escribir.
He dicho que pertenezco a la cosecha del 28. Nací un 10 de enero, martes, a las siete de la mañana,
que no son horas para que un desconocido se presente en casa de nadie.
En aquel remoto mes de enero pasaron muchas cosas, como es natural.
Charlot estrenó 'El circo', a Trotsky lo expulsaron de Moscú, debutó en
España Carlos Gardel, murió Blasco Ibáñez y, en los Estados Unidos,
Paulino Uzcudun le ganó por K.O. a Pat Lester. Andando el tiempo, que no
sabe estarse quieto, traté bastante a Paulino. Era brutísimo. Se
apoyaba en una garrota, estrujaba limones enteros apretándolos con una
mano hasta que desaparecían por completo y hablaba mal de todos los
boxeadores españoles, salvo de Ignacio Ara. Se le entendía poco. Su
idioma era una mezcla de vasco de caserío, inglés de América y español
de gimnasio. Sonreía con mucho oro en la boca, como si masticara
relojes, habría dicho Ramón Gómez de la Serna. Se había enfrentado a
siete campeones del mundo y era Uzcudun. El gran Paulino Uzcudun.
Intento
una memoria personal, sin el rigor de mi amigo Julián Sesmero, que
tanto ha hecho y hace contra el olvido malagueño. Recuerdo la obsesión
de mi madre, de todas las madres. A la salida del cine decían:
-Tápate la boca, niño. Por el contrario, en la casa, decían:
-Niño, abre la boca. Bastaba una ojeada para el diagnóstico.
-Tienes el estómago sucio.
A los niños de antes de la guerra nos ponían muchas lavativas y, sobre todo, nos purgaban mucho. El purgante de mayor éxito en Málaga era el agua de Carabaña,
que producía un escalofrío peculiar, desde la nuca a los talones. Era
mejor tomarlo de un trago que a sorbos, pero también era imposible
hacerlo. Cuando no nos purgaban era porque estábamos constipados y
entonces había que aplicarnos yodo en el pecho, en simétricos barrotes.
Allí se quedaba el tratamiento, como una reja herrumbrosa adherida al
esternón, hasta que el resfriado se pasaba por su cuenta. En el colegio,
antes de aprender nada, era preciso trazar interminables hileras de
palotes bien alineados y, sobre todo, derechos, muy derechos. Con plumas
marca La Corona todos los escolares de entonces éramos Perico el de los
Palotes. Sólo cuando ya habíamos hecho kilómetros de rayitas en los
papeles pautados nos consideraban dignos de hilvanar la caligrafía, de
cantar a coro la tabla de multiplicar y de distinguir en los mapas de
hule las satinadas provincias españolas, cada una de un color, como
ahora con las autonomías. Los curas de entonces, por lo menos los reverendos padres agustinos, eran partidarios de los castigos corporales y nos ponían de rodillas por hablar en clase.
A veces, sólo de rodillas; otras, de rodillas y con los brazos en cruz;
otras, de rodillas, con los brazos en cruz y con un libro en la palma
extendida de cada mano. El libro solía ser uno titulado 'Tesoro de
conocimientos útiles', de contenido absolutamente estúpido, pero muy
gordo. Aquellos pedagogos, que Dios haya perdonado, eran todos viejos,
ya que la Orden, piadosamente, destinaba a Málaga, por su glorioso
clima, a los que estaban a punto de cascar. Procedían, casi siempre, de
Castilla, y se llamaban, por lo general, con nombres terminados en ino:
el padre Maurino, el padre Saturnino, el padre Victorino... Ya se sabe
que hay pueblos donde a los recién nacidos se les impone el nombre del
santo del día. Caiga quien caiga.
En los exiguos minutos destinados al recreo jugábamos
en el patio del colegio a la pelota, como los niños de todas partes, y a
una cosa muy aburrida, llamada «el salto del palo», no sé por
qué. Consistía en hacer sucesivamente de potro y de atleta que salta el
potro, sin ser ninguna de las dos cosas. A la puerta del colegio se
vendía regaliz, que era como la semilla del árbol de la negritud,
altramuces de boca de pez, chufas y caramelos, que duraban poco. En las
casas jugábamos con soldaditos de plomo que tenían uniformes de la
primera guerra mundial. En aquel tiempo había freidurías de pescado y más coches de caballo que coches.
Los basureros venían en un carro tirado por un burro y a los enfermos
muy graves se les llevaba a casa el viático, lo que no sé si les daba
mucha moral. En las calles nos divertíamos clavando perras gordas de
cobre venenoso en la cañadú o guerreando con otras tribus párvulas sin
más armas que las cerbatanas que disparaban certeros huesos de
almensinas. Más emocionantes eran las pedreas, pero producían muchas
bajas. En mi casa se rezaba el rosario todas las tardes.
La culpable era mi tía María, que arrastraba con su afición al resto de
la familia. Era la persona más buena que he conocido en mi no corta
vida, pero, naturalmente, no por eso.
-Vamos a rezar el rosario —decía, con una sonrisa que usaba siempre que se dirigía a alguien.
-Pero tía, ya me han hecho rezarlo en el colegio.
-No importa —decía, con toda la dulzura del mundo y con alguna que no era de este mundo.
Estaba convencida de que repetir avemarías y más avemarías no perjudica a nadie.
Se llevaban mucho las visitas. Y a veces venía don Antonio, que me regalaba anises.
-Joé, qué día. Hace frío hasta en la calle —decía don Antonio. Por aquellas fechas me confirmaron.
El catecismo Ripalda aseguraba que entre una persona que estuviera sólo
bautizada y otra que, además de haber recibido el bautismo, estuviese
confirmada, iba la misma diferencia que entre un niño de pecho y un
varón fuerte y robusto. La distancia era considerable y mis padres, con
muy buen criterio, decidieron que yo fuera como un varón fuerte y
robusto. Falta me hacía, porque era bastante enclenque. Acudimos en manada a la Catedral todos los niños del colegio y nos confirmó el señor obispo,
cuyo nombre también terminaba en ino: don Balbino. Tenía pinta de buena
persona y un rostro que me recordó a las tortas de Algarrobo. Un día hubo en la casa un revuelo inusual.
-Han matado a Flores Arocha.
A
mi abuelo le dio la tos cuando iba a decir algo. Mi padre dijo que no
se trataba de un bandido generoso, sino de un tipo sórdido que había
asesinado por cuestiones de herencia y por venganza. Lo cierto es que
era el último bandolero con leyenda de la serranía y yo deploré que se lo hubiera cargado la Guardia Civil.
Claro que, sesenta años después, la Benemérita se hubiera apuntado otro
tanto si se carga, en el buen sentido de la palabra, a Roldán. Mis momentos más felices en la primera infancia,
o sea, hasta que supe que no eran los Reyes Magos los que me regalaban
mi anual caballo de cartón, los pasé en los Baños del Carmen. Recuerdo
la pizarra, a la entrada, donde se advertía la temperatura del agua.
Recuerdo al bañero que me enseñó a nadar. Se llamaba Pedro. Era un
hombre alto, fuerte, lleno de dignidad, que hablaba lo imprescindible.
Me anudaba a la cintura unos corchos, como cartucheras, y no me quitaba
ojo. ¡Ay, mi cintura de corcho en los Baños del Carmen! Un día de
temporal tuvo que salvar a un bañista, el único que se atrevió a meterse
en el mar, para presumir ante la zona de caballeros y para lucirse ante
la zona de señoras, que entonces los sexos bañistas estaban separados
por un tabique de madera. Lo pasó mal Pedro para rescatar de las olas a
aquel remoto gilipollas. Me acuerdo de cómo lloraba su vieja madre
cuando, jadeante, lo depositó en la orilla.
También me llevaban alguna vez a los Baños de Apolo,
que eran como un salón con el suelo de agua. Un trozo del Mediterráneo
recluso, entre maromas. No se podían comparar ni los de Apolo ni los de
La Estrella con los Baños del Carmen, que era el sitio mejor para ver
delfines y a mí lo que más me gustaba era ver delfines y los cucuruchos de patatas fritas, calientes de sol malagueño, a la salida.
-¡Delfines!, ¡delfines! —gritaba todo el mundo.
Dicen
que los delfines son los perros del mar. Yo ignoraba entonces que
tuvieran un lenguaje y que los miembros más jóvenes cuidaran a los que
llevaban más tiempo mar adentro. En recuerdo de aquellos delfines de mi
niñez tengo ahora un ex libris con dos delfines, sacado del retablo
principal del palacio de Knosos, que se conservan en el Museo de
Heraclio, allá en Creta.
A los tranvías se les salía el trole y
obligaba al conductor a apearse para ensartarlo de nuevo en el aéreo
raíl. Llevaban aquellos tranvías amarillísimos un trozo de playa. Arena
dorada junto a la manivela de reluciente cobre.
-No sé qué tendrá el verano—decía un señor que viajaba en la plataforma— que le gusta a uno hasta su mujer.
Por
las calles había mucha gente practicando sus nobles oficios:
paragüeros, lañadores, afiladores. Oficios perdidos, como recoveros y
cosarios... También había mucha gente que no hacía nada. Por lo general se
refugiaba en los establecimientos conocidos por La Campana, culpables
de que haya tantos paisanos nuestros absolutamente groguis. La
mezcla de vinos oriundos, con su cariñoso sabor a pasa, con otros más
secos produce efectos devastadores y explica por qué hay malagueños que
van por la calle regañándole al aire. Pero lo que realmente confería
personalidad a las calles de entonces eran los pregones.
-Niña, ¡pa el chupa y tira!
-Niña, ¡las coquinas!
-¡Hules y plumeros!, ¡tapetes de hule! —gritaba un hombre envuelto en su propia mercadería.
Una mujer que vendía muñequitas de barro estimulaba su adquisición ponderando su fácil mantenimiento.
Niña, que no se viste!, ¡niña, que no come!
Ni que decir tiene que el «niña» era un tratamiento genérico, independiente de la edad de la presunta compradora.
El 'Arrojaíto' gritaba por las esquinas:
-¡Gloria y orgullo de los pintores malagueños!
-¡Llévate el matrimonio, niña!
El «matrimonio» lo formaban el perejil y la yerbabuena.
Había un pregón sintético y conminativo:
-¡A los frescos!
Todo
el mundo entendía que se trataba de chumbos, «gordos y reondos». En
cambio, en los puestos de «asandías mu colorás», el pregonero hacía
constar el triple servicio que prestarían:
-¡Se come, se bebe y se lava uno la cara!
-¡El aseo del pirulo!
Consistía en un palitroque y una redecilla, unidos por un cordel, para impedir que los insectos se colaran en el botijo.
-¡María, la sal molía!
Una
manera muy poética de pregonar las biznagas era gritar «Se vende olor».
También había una mujer en el Parque que vendía, a perra chica, «agua
tierna». En cambio, alguien chillaba ofreciendo comprar «dentaduras
postizas, galones de militares y cosas de 'dublé'», que no sé qué será o
qué sería. También recuerdo al vendedor de «lanzaeras y canillas», al
que ofrecía «aceite pa las máquinas», supongo que sería para las
máquinas de coser, ya que la Singer fue nuestra única revolución
industrial, y al que compraba «plata, oro, zarcillos y monedas falsas».
De todos modos, el vendedor callejero más infatigable era el 'Percha'.
Resonaba por las bocacalles su grito castrense: «¡Persch!»,
«¡Perchchchs!».
No puedo asegurar haberlo visto, pero el caso es que lo recuerdo: había un tipo que iba con un reloj colgado del pecho mediante una guita,
que enarbolaba un hueso de jamón con bastantes adherencias frente a los
balcones pobres. Lo alquilaba por minutos estrictamente controlados y
su pregón parecía el título de un libro de Zubiri:
-¡Sustancia! Nadie cree que cualquier tiempo pasado fuese mejor.
Ni don Jorge Manrique, gran poeta y excelente hijo, al que siempre se
cita mal, omitiendo el verso anterior: «cómo a nuestro parescer
cualquiera tiempo pasado fue mejor», o sea, qué equivocados estamos para
creer tal cosa. En las casas normales de aquella Málaga de mi niñez no había cuartos de baño. Tampoco había papel higiénico. Su misión la cumplían los periódicos atrasados (mi tía recortaba las cruces de las esquelas).
En cambio, había lebrillos, barreaos, balanzas, pesas... todas las
casas eran como la Casa de Bernarda Alba y todos los entierros era como
el entierro del Espartero, con muchos caballos negros, con negros
atalajes y negros plumeros.
En la puerta de mi casa se paraba
diariamente un cabrero con su hato. Mi abuela bajaba con un cacharro de
aluminio bastante grande y le ordeñaban una cabra muy sensata, que no oponía resistencia.
A la abuela, que vivió noventa y muchos años y jamás se puso una
inyección, le gustaba la leche de cabra y el aguardiente Machaco, pero
sólo abusaba de la leche.
-Han matado a Calvo Sotelo —dijo mi tío, demudado, nada más entrar por la puerta.
-¿Quién es Calvo Sotelo? —preguntó mi abuela.
-Pero, madre, ¿no sabe usted quién es Calvo Sotelo?
En aquel tiempo, los hijos le hablaban de usted a los padres y a las madres, que sólo se dejaban tutear por los nietos.
-¡Ah!, sí, el político ese...
-La
que se va a formar —dijo mi abuelo, llevándose la mano a la frente.
Luego tuvo un golpe de tos. Cuando se le pasó, volvió a repetirlo:
-La que se va a formar.
Recuerdo aquellos dedos amarillos de nicotina en la frente y aquel gesto como de soplar una vela invisible. Y se formó. Vaya si se formó.
Ya no me decían que hiciera «mandados»: Dos pesetas de jamón, jarabe
para la tos del abuelo, ruedas de tejeringos ensartados en un junco, que
venía a ser como la pulsera de los desayunos…
Se acabaron los
artesanos helados caseros, que se hacían a brazo, en una especie de
barril con manivela de organillo, y sal, mucha sal. Primero se acabaron los helados, o sea, el postre, y luego la comida propiamente dicha.
Las papas se convirtieron en un remoto tesoro dorado y fueron
sustituidas por las papas de menta, que eran como el moco de King Kong, o
bien por las batatas. Odio las batatas desde entonces.
Se comían fritas, que no es lo suyo. El pan nuestro de cada día fue
ignominiosamente suplantado por unas bolas amarillas de maíz pensativo o
bien por un apócrifo bollo blanco, más pesado que el libro 'Tesoro de
conocimientos útiles'. Recuerdo la emoción que suscitaba el gazpachuelo,
más que nada por saber a quién le tocaba la clara. Un fragmento de
clara. Había gente que comía menos que nosotros, a juzgar por su aspecto.
Recuerdo que una vez tiré desde el balcón una piel de batata, que era
como un trozo de sequía o unas sílabas de elefante, y algunos niños del
barrio se la disputaron con ahínco. Había empezado la más incestuosa de
las guerras. Eso era todo. Ni aquellos comensales ni yo sabíamos aún que
toda guerra en Europa es una guerra civil. Tampoco sabíamos, ¿cómo íbamos a saberlo?, que, a la larga, las guerras civiles las pierden los dos bandos.
-¿Sabes a quién le han dado el «paseo»? A don Antonio. El «paseo» consistía en sacar a alguien de su casa y matarlo en el camino,
preferentemente en las tapias del cementerio, quizá para ahorrarle el
trayecto. Sentí mucho que le dieran el «paseo» a don Antonio, que era el
señor afable que me regalaba anises. Ya no iba por la casa el santero,
un tonto terminal que llevaba una imagen en una caja de madera,
acristalada en su frontal, y la dejaba allí unos días, previo pago de su
importe. En cambio, venían más pobres. No se les daba ya pan duro, porque no había pan.
También venían desconocidos, a practicar registros. A mí me parecían
personas desagradables, quizá por su indumentaria, con pañuelos anudados
al cuello, quizá porque empuñaban fusiles Mauser, quizá por la
seguridad con la que entraban.
Una ventaja tuvo la guerra para los llamados «niños de la guerra», que somos los viejos de ahora: no había que ir al colegio. No era necesario confesarse con aquellos curas que mostraban un exagerado interés estadístico.
-¿Cuántas veces?
Nadie llevaba la cuenta. De niño no se llevan esas cuentas. Todavía, de mayor... Empezaron a bombardearnos la infancia.
Recuerdo el día de los «nueve aparatos». En Málaga se llama «aparato» a
todo lo que funciona, ya sea un teléfono —«al aparato» decía el que
descolgaba el auricular—, ya sea un avión. Los cañones antiaéreos
disparaban siempre alrededor de los aviones y le invantaban al cielo
malagueño unas leves nubecillas blancas que se disolvían muy pronto.
Nunca vi derribar un avión, ni de García Morato ni de ninguna otra
escuadrilla.
Lo más avanzado en materia de fortificaciones eran los refugios. Cuando empezaban los bombardeos había que bajar al «refugio» y aglomerarse en el piso bajo, entre sacos terreros.
-Qué mal se llevan los mayores —pensaban mis ocho años en alpargatas, porque todos llevábamos alpargatas, bien de suela de cáñamo, bien de suela de maloliente goma negra. Así que mi infancia, además de bombardeada, estuvo recauchutada.
Mi
familia se agrupaba por las noches para oír la radio, que era como un
confesonario liliput, con una tela de saco sobre el dial, las charlas de
Queipo de Llano. A veces le echaban una manta a la radio, para que no
se oyera nada fuera, y metían la cabeza, como si estuvieran haciendo
inhalaciones. El general cantaba victoria antes de tiempo y hacía
pareados malísimos: «El miliciano Remigio, que para la guerra es un
prodigio». O chistes basados en la ambivalencia fonética de alguna
palabra: «La flota marxista, que flota de milagro»...
A mí me daba igual lo que dijera aquel señor. Lo que me molestaba era ir a las colas para que me dieran un puñadito de azúcar envuelto en papel de estraza,
o unas lentejas habitadas, o un trozo de jabón Lagarto. Aquellas
preciosas tiendas de antes se habían tornado sombrías, con papeles
engomados donde quedaban adheridas las moscas. Desaparecieron las
barricas de arenques adosados, de oro y de sombra, como un retablo hecho
astillas. Desaparecieron los estandartes salobres de los bacalaos que
pendían del techo y desaparecieron los aceites de distinto color, que
subían y bajaban en aquellos cilindros de cristal que se manejaban con
émbolos. Desapareció todo. Hasta los palmitos y las gaseosas de bolita.
Unas bolitas con las que jugábamos en la plaza de la Merced Antonio
Olmedo y yo, camino de nuestro barrio. Las colas. No conozco a nadie de
mi generación que se haya vuelto a poner en una cola. Ni para el cine,
ni para el fútbol, ni para nada. El odio a las colas es un rasgo de los «niños de la guerra».
Perdieron los llamados rojos. Ganaron los llamados nacionales. Los «paseos» se sustituyeron por juicios «sumarísimos» y se siguió matando.
Combate nulo, según los historiadores. Españoles todos. No hay que
extrañarse. «El día de la entrada de las tropas», tan célebre como «el
día de los nueve aparatos», me llevaron a las cercanías del jardín de
los monos, donde habían transcurrido, al parecer, mis dos primeros años
de vida. (No llegué a conocer más que a un mono, que tenía una mala
leche enorme, pero justificada. Los niños sustituían los caramelos por
piedras, cosa que le decepcionaba mucho. Su venganza consistía en
quitarles las gafas a las personas que se acercaban demasiado y
machacárselas coléricamente.) Decía que me llevaron a las proximidades del jardín de los monos a presenciar la entrada del Ejército vencedor.
Llevábamos banderitas y saludábamos con ellas a los moros y a los
italianos. Mi hermano, que tendría unos dos años, era el único niño
gordo de Málaga y recuerdo que los soldados triunfadores le hacían
carantoñas a su paso. También recuerdo, como si lo estuviese oyendo
ahora mismo, que mi tío Pepe dijo:
-Yo no creía que los tanques pudieran ir a esa velocidad. Yo tenía dos tíos Pepes, el de las matemáticas, que fue el que dijo eso de los tanques, y el de la farmacia.
Los dos eran buenísimos, pero entonces uno era el bueno y el otro el
malo, ya que uno fue alférez provisional y el otro fue masón, que ahora
es como ser del Betis, digamos, pero entonces tenía mucha importancia: nueve años lo tuvieron en la cárcel, después de haberles dado tantas medicinas gratis a los pobres del Perchel. La vida.
En
muchas casas habían enmarcado el último parte de guerra: «En el día de
hoy, cautivo y desarmado...». Fue un bestseller. Estaba en las paredes
de muchísimos comedores. Se debió de hacer una edición enorme. Y allí se
quedó, junto al famoso cuadro de la cena, de lata y relieve, donde a
ningún apóstol se le veía el cogote. Todos daban la cara y Judas, para
su más fácil identificación, tenía trincada la bolsa con la pasta. Era
la postguerra infinita. Al sur de las cartas oficiales se hacía constar el número del Año Triunfal, pero comer seguía siendo un triunfo.
La palabra que más sonaba era «estraperlo». También sonaba mucho la
palabra «denuncia». Se empezaba a hablar del Atlético de Aviación y en
voz baja, de los «maquis», que yo no sabía quiénes eran. Había una cuestación llamada «la ficha azul», se inventó la Lotería Patriótica.
Los niños leían 'Flechas y Pelayos' y las niñas soñaban con una muñeca
llamada Mariquita Pérez. Se fumaba Diana, Tritón, Bubi y un tabaco que
ni siquiera tenía nombre: se llamaba «20 cigarrillos superiores al
cuadrado». No se hacía constar a qué otra marca eran superiores. Había
monedas de cinco y de diez céntimos y las pesetas eran de papel. Cuando
podíamos, comprábamos pitillos sueltos, solicitado por sus nombres de
pila: Four Haces, Luki Estriqui, Cliper Player Navicut... Lo he
recordado en otra ocasión. También, cuando se podía, nuestros padres nos llevaban a un establecimiento llamado El Águila, donde vendían ropa tamaño mocito.
La
memoria es una abeja muy terca y recuerdo haber recordado a Flash
Gordon: era mi héroe. Y al agente X-9. En las casas entraba una revista
alemana con nombre de dentífrico y temática guerrera: 'Signal'. En la
radio sonaba un himno italiano que hablaba de Adid-Abeba, bella
Abisinia. Y en los noticiarios de la Fox -Fox Movietone, decíamos-
aparecía un boxeador de contundente brea, Joe Louis, tumbando blancos en
el primer 'round'. Cogí el tifus. Me pelaron al cero. Al niño flaco todo se le vuelven pupas. Total, que me inflaron de Polígala, Lacteol y de Ceregumil etiqueta negra.
Se
inventó un peinado de mucho empaque llamado «Arriba España» y se
inventó la tarjeta del fumador. También el día del «plato único».
Resurgieron las mantillas, se anunciaban las «Pilules Orientales», que
eran el «bonderbrac» de la época, y el traje de baño de las mujeres era
de una sola pieza, con sobrefalda. Los niños también teníamos que
cubrirnos el inocente pecho, donde el ostensible costillar era una especie de jaula para encerrar todas las cartillas de racionamiento.
Fueron los años de máxima popularidad de Carpanta, un soñador de pollos
asados para un pueblo. Las madres se ponían plantillas en los
calcetines demasiado zurcidos y por la calle era rarísimo encontrarse a alguien que no fuera de luto:
un brazalete, una corbata, el pico de la solapa... Se volvían del revés
los abrigos, que dejaban una ignominiosa cicatriz de imposible
camuflaje donde antes estuvo el bolsillo. Y se volvían del revés las
convicciones de muchas personas que acudieron en socorro del vencedor,
que decía Napoleón. Las mujeres llevaban hábitos, casi siempre marrones,
de Nuestra Señora del Carmen. Habían hecho promesas, algo que ahora
sólo hacen los políticos.
Los coches llevaban gasógeno, una
especie de joroba de metal. La Alcazaba estaba en ruinas y no por culpa
de los bombardeos, sino porque don Juan Temboury aún no había acometido
su restauración. Todos los malagueños mayores sabemos que la Alcazaba
está así desde lo que pudiéramos llamar «in illo Temboury». Los niños
del curso superior nos invitaban a asomarnos, prudentemente, a la calle
Canasteros, donde había unas mujeres con muy escaso sentido de la
reserva. Los niños del colegio venían a mi casa a ver desde los balcones el boxeo que daban en un solar de enfrente.
Iglesias, Ruifer, Pina…
De ahí mi afición. Jugábamos al fútbol en el Lejío, que aún no era El Ejido,
y jugábamos a los botones en la mesa del comedor. El balón era un botón
de la camisa y a los jugadores, o sea a los botones de los abrigos, les
poníamos los nombres de los futbolistas. Un ejercicio de pulso y púa.
Como para muestra basta un botón, recuerdo a Arzanegui, de la cantera
del abrigo del padre de Manolo del Campo...
El Malacitano se empezaría a llamar Club Deportivo Málaga,
dos nombres perdidos. Reapareció 'El Percha', empeñado en que los
malagueños colgaran los trajes que no podían comprarse, y reapareció
Matías, resumiendo en su zapatazo final todos los desfiles triunfales
que habíamos visto. Otros personajes populares eran el Tírataí y el
Putopedro, por mal nombre. Los cines elegantes, el Echegaray y el Goya, nos estaban vedados por razones económicas,
pero teníamos las «matinés» del Málaga Cinema. Allí aplaudíamos a Ken
Maynard y a Buk Jones —Buck Jones y su hermano Paco. Paco Jones, decían
los niños—. Y teníamos el Excelsior. En el cine Excelsior se formaban
grandes trifulcas, porque desde la zona alta se arrojaban cosas a los
privilegiados espectadores de las butacas de patio. A veces había que
suspender la proyección y encender las luces. Subía un acomodador a
reprendernos con unas implacables zetas malagueñas.
-Que zea la urtima ve que en este zine ze ezcupe a un caballero.
Un
día hubo en la casa otro ambiente extraño, como cuando estalló la
guerra. El abuelo había dejado de toser. No hay jarabe para la tos más
eficaz que la muerte. Allí estaba, en su cama, con un crucifijo entre
los dedos amarillos. Llegó el director del colegio de San Agustín.
-Está aquí el padre Saturnino —me dijo mi madre.
-Manolo ya es un hombrecito —dijo el padre Saturnino—, que venga aquí y le rece un padrenuestro a su abuelo.
Recuerdo
fijamente la vergüenza que pasé rezando de rodillas y en alta voz un
padrenuestro por el abuelo, entre vecinas compungidas y llantos
familiares. Era el primer muerto que veía, después de oír hablar de tantas muertes en los partes de guerra.
Me di cuenta de que los muertos no parece que estén dormidos: parece
que están muertos. Muchos años después, mi inolvidable maestro César
González Ruano me diría que los muertos tienen cara de preocupados. Sí.
Mi abuelo tenía cara de preocupación. En ese momento creo que se acabó mi infancia,
esa infancia que en vano he tratado de rememorar para ustedes, queridos
amigos, hermanos en Málaga. Sí. Seguro que ahí se acabó mi infancia. Lo que no es seguro es que la infancia se acabe nunca.
Nota sobre este artículo:
Esta
conferencia de Manuel Alcántara fue seguida por unas 700 personas que
abarrotaron el salón Príncipe de Asturias y gran parte del espacio
contiguo, en este caso, congregadas en torno a un altavoz sacado de la
sala principal. Unos tres centenares de personas abandonaron el Palacio
Miramar ante la imposibilidad de oír las palabras del conferenciante,
que fue presentado por Salvador Moreno Peralta. El acto lo abrió el
entonces director de SUR, José Antonio Frías, que presentó el nuevo
curso del Aula de Cultura.
“Empiezo a ser abusivo, tengo cara de superviviente… Dicho de otra manera, que no tengo la menor idea de cuándo debo morirme”. Manuel Alcántara siempre hablaba de su propia muerte con sarcasmo, como si la desafiara, no por desprecio sino porque también a la muerte le había encontrado un sentido de lógica de vida.
“Lo de la muerte no está tan mal hecho, porque llega un momento en el
que dice 'ya está bien'”. Fue una de las últimas ocasiones en las que
nos sentamos a comer, un Dry Martini, “la divina proporción” que
administraba su inseparable Juan López Cohard, unas
gambas y un gazpachuelo. Luego un chupito de Jägermeister y un
cigarrillo negro. Alcántara miraba la cajetilla y, otra vez, se burlaba:
“Esto es lo que más me alarma: ‘Fumar puede dañar al hijo que espera’… A
mis 91 años, me preocupa mucho que pueda perjudicar al hijo que espero”.
Sí, es cierto, sí, nos reíamos y, sin darnos cuenta, alimentábamos estúpidamente la creencia de que Manuel Alcántara nunca se iba a morir, por esa vitalidad de adolescente que le ha mantenido publicando en la prensa española un artículo diario, escrito a máquina; más de 30.000 que, sumados a los poemas y divididos por 365, superan con creces los días vividos.
En esa última cita, le pedí que hablásemos de su amistad con José Utrera Molina, aquel que fue ministro de Franco y
secretario general del Movimiento. Por la necesidad que tiene España de
superar el franquismo, algo que solo será posible cuando miremos hacia
atrás sin rencor, sin prejuicios; cuando contemplemos el franquismo más
allá de la dictadura, también como un periodo de la historia de España
que no convierte en sátrapas y cómplices de asesinato a
quienes lo vivieron y lo recuerdan con la nostalgia del tiempo pasado,
los amigos, la familia, los sueños cumplidos, las apreturas superadas
con trabajo y humildad. La sociedad del franquismo eran dos niños,
Manuel Alcántara y José Utrera Molina, que crecieron juntos en Málaga, crecieron por caminos separados, dispares, pero jamás rompieron su amistad. Entender eso, esa obviedad, es la asignatura pendiente de España, sólo entonces habremos superado definitivamente el franquismo.
“Qué país tan difícil es España… La mayor desgracia para una sociedad es una guerra civil, en España todavía colea.
El único remedio es el tiempo, pero España es un país tan raro que,
cuarenta años después de la muerte de Franco, ha surgido un franquismo
retrospectivo. El tiempo es el único remedio, pero el tiempo se nos ha
echado encima. Y aquí estamos ahora, con el problema de qué hacer con el cadáver del pequeño general,
porque los muertos no se evaporan”, se lamentaba Alcántara en aquella
comida en la que le señalé como el mejor ejemplo para la fase decisiva
que debe conducirnos a la superación social de la dictadura. La
Transición fue el primer paso; la reposición y el reconocimiento de las víctimas del franquismo, el segundo; y, ahora, lo que hace falta es una tercera etapa: la normalización de ese periodo histórico. Qué país tan difícil es España… La mayor desgracia para una sociedad es una guerra civil, en España todavía colea
España
se ha detenido en el segundo paso, hay quienes quieren petrificar ahí
el recuerdo del franquismo, y eso sólo nos conduce a la cronificación
del odio y a la deformación de la Memoria Histórica. El prestigio
intachable de Alcántara es el que lo convierte, también después de su muerte, en la pieza maestra
para comenzar a construir una salida al rencor. Por eso esta
conversación inédita que nos deja el legado póstumo de su memoria y su
miedo de España.
Manuel Alcántara nunca renegó, no escondió jamás,
la amistad que le unía a Utrera Molina y a su familia. Cuando la
Memoria Histórica se volvió inquisitorial, a Pepe Utrera, como le
llamaba Alcántara, lo desposeyeron de todo reconocimiento
y fue Alcántara quien, otra vez, salió en defensa de la memoria de su
amigo. Por otra obviedad que hemos olvidado, que también en una
dictadura, también en el franquismo, existieron personas honestas y
decentes. Igual que una democracia no garantiza la honestidad y la
decencia de todos, una dictadura de cuarenta años no convierte en indeseables proscritos a todos los que la vivieron. Intelectuales, poetas, científicos, empresarios, escritores y hasta políticos.
Manuel Alcántara con el boxeador Pepe Legrá. (Fundación Manuel Alcántara)
¿Por
qué no se les puede reconocer los méritos a quienes nada tuvieron que
ver con la Guerra Civil y la represión pero les tocó vivir en esos años?
Incluso aunque se confesaran falangistas, ¿por qué no? “La decencia es
personal. Pepe Utrera era eso que conocemos como una buena persona. En Sevilla, lo quería muchísimo la gente. Nunca he entendido esa venganza por quitarle todos los honores que le habían dado.
Le achacan que firmó los fusilamientos, pero todo el mundo sabe que en
aquellos Consejos de Ministros esas decisiones se tomaban en conjunto y
no había nadie que pudiera oponerse a Franco, que lo único que
preguntaba era si una persona había sabido morir. Franco era terrible,
llegó y lo único que dijo es que no iba a temblarle el pulso. Pero el
franquismo no convierte a todo el mundo en miserables; hubo mucha gente de buena fe. También Fernando Suárez, que sigue viniendo a verme, fue ministro con Franco… Fernando es también una persona decente y absolutamente franquista”. El franquismo no convierte a todo el mundo en miserables; hubo mucha gente de buena fe
En un poema autobiográfico, Manuel Alcántara martilleaba con versos sobre la necesidad de superar el pasado,
de avanzar sobre su propia memoria de niño que creció jugando entre
bombardeos de la Guerra Civil. “Lo mejor del recuerdo es el olvido... /
Málaga naufragaba y emergía... / Manuel, junto a la mar, desentendido; /
hubo una vez un niño en la bahía. / Y hay un hombre de pie sobre mis
huellas / indefenso y sonoro, a ras del suelo, / que se irá mientras hacen las estrellas / propaganda de Dios allá en el cielo”.
Hace unos años, unos amigos, Teodoro León Gross, Rafael Porras,
me hicieron el regalo de su cercanía y, desde entonces, no recuerdo
ningún encuentro con Alcántara en el que no hiciera un punto de
inflexión para mostrar su preocupación por España, por el futuro, por
estas crecidas de intolerancia y de sinrazón que se apoderan de nosotros
o que nos inunda. “A mí ya me quedan cuatro días mal contados, estoy despidiéndome del mundo y viendo a mis amigos,
pero vosotros vais a presenciar todavía muchas cosas. Yo ya no temo
nada, pero me preocupa España, el destino, porque lo están poniendo
imposible. José María Pemán era muy amigo mío, un
caballero. La última vez que lo vi, poco antes de morir en 1981, nos
dimos un paseo y aún recuerdo lo que me dijo: España no tiene remedio”.