11.- Castillo de Santa
Bárbara (de mi libro "Robinsón por Alicante" de venta en Amazon
Alicante eres una
ciudad de clima acogedor que recibe a la gente
con amistad y manos abiertas,
corazón de piano, y tu alma mora queda prisionera en el castillo de Santa Bárbara.
Desde lo alto del vértigo de este castillo flotante y enfermo de luz levantina,
podría arrancar a volar, deseo lanzarme en suave parapente sobre el barrio de
Santa Cruz, la Catedral de San Nicolás de Bari, el barroco edificio del
Ayuntamiento y aterrizar con garras de gaviota en la explanada del puerto, esa
herida abierta escoltada de barcos que son embajadores pidiendo asilo de otros
mares a los que nunca he ido...
Una vez abajo, veo la
misteriosa y gigantesca esfinge natural que he bautizado como Juan el Pétreo.
Mi amigo Algazel me dice que el castillo de Santa Bárbara fue conquistado Alfonso de Castilla, futuro rey Alfonso X el Sabio, lo
tomó a los árabes el 4 de
diciembre de 1248, festividad de la Santa. Flota sobre el monte Benacantil o Banu'l-Qantil por el geógrafo musulmán Al-Idrisi (siglo XII), hay
historiadores que datan el origen del topónimo en las palabras bena,
de la raíz árabe de pinna, “peña” en latín, y de laqanti,
adjetivo que proviene de Laqant, Alicante para los árabes.
Al castillo le circunda
un lazo de carretera que, escondida entre un ejército de pinos carrascos y
raídos encinares que resisten al fuego y
a las sequías, nos conducen a un parking
gratuito, desde donde las vistas nos ilumina el monte de la Sierra Grossa y la
Albufereta que es Venus a la orilla del
mar.
En la puerta del
castillo, sobre el lienzo de la muralla nos saluda el escudo en mármol de la
ciudad. Pasado el rastrillo nos encontramos con el patio de armas y el salón de
Felipe II, lugar de encuentros culturales y conmemorativos, donde los poderosos
muros te hacen sentir seguro de los ataques franceses en la Guerra de Sucesión
(1709). Si eres capaz de llegar arriba
con dignidad, son merecedoras de admirar las garitas de labradas y ajustadas
piedras colgantes al muro de donde se ven flotar gaviotas.
Una plaza fuerte con vistas al mar y al
puerto, refugio de yates y buques de mercancías. Hay un ascensor, bendita
ilusión, y unos puestos de souvenir.
Pero sin duda tiene mucho más: salones nobles, galerías, cañones para la
inolvidable foto del recuerdo.
Y como si el águila de
mis ojos quisiera fotografiar todo el panorama imposible y certero, escalo el
pináculo de una garita colgante apretada de piedras por la coracha y doy el
triple salto mortal del trapecista sin red, deseando que me salven los rojos y
acolchonados tejados de la ciudad acogedora.
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