La vuelta de la final de la Libertadores, aplazada para este domingo a las cinco de la tarde (21 h. en España) después de que Boca Juniors llegara con el autobús destrozado y jugadores heridos tras el ataque de los ultras de River Plate
Uno de los millones de argentinos que ayer tenían el corazón aprisionado por un partido que moldeaba a sus vidas hasta deformarlas, que el fútbol es una de las mayores factorías de ficción que existen. La frase queda bañada en melancolía después de lo acontecido ayer en Buenos Aires. La previa de la vuelta de la Copa Libertadores que enfrentaba a River Plate y Boca Juniors, dos equipos que sitúan en el mapa a Buenos Aires como pocos otros ámbitos pueden hacerlo, señaló en fosforito la capital argentina. La miseria moral, la ineptitud y el vandalismo contaminaron como pocas veces se recuerda lo que estaba llamado a ser la gran final del fútbol de siempre. Para Argentina, terminó siendo el final de su fútbol para siempre.
Todo se rompió cuando el autobús que trasladaba a Boca Juniors al Monumental enfilaba la Avenida del Libertador. Escoltado a cada metro del trayecto por un nutrido grupo de policía, el vehículo se vio inexplicablemente expuesto a un reducto de hinchas de River que se había apostado en un cruce. En cuanto asomó, el bus recibió una descarga de piedras, ladrillos, latas y un sinfín de objetos que oficiaron como proyectiles. El resultado, además de varias lunas rotas y en palabras del médico de la Conmebol, fueron «lesiones de piel superficiales en miembros superiores, miembros inferiores, facial y tronco, del mismo modo dos jugadores refirieron lesión en la cornea», si bien asegura que esta última no pudo confirmarse. Entretanto, Pablo Pérez y Gustavo Lamardo llevaban un par de horas examinando sus ojos en una clínica privada.