La biografía de Gala Diakonova está marcada por sus maridos: el poeta
Paul Éluard y el pintor Salvador Dalí. Pero la rusa fue una mujer
inclasificable y una artista por derecho propio. Una nueva exposición
aspira a devolverle el lugar que le corresponde en el movimiento
surrealista.
EN 1912, A LOS 18 AÑOS, una joven rusa de rasgos delicados emprende
el viaje hacia Suiza cruzando una Europa convulsa. Ha pasado largas
temporadas convaleciente debido a una afección pulmonar y su familia ha
decidido alejarla de Moscú para que se recupere en el sanatorio de
Clavadel, en Davos (Suiza). Allí, la distinguida Elena Diakonova —nacida
en Kazán en 1894— encuentra un ambiente literario semejante al que
cultivan su madre, Antonina Deulina, una mujer culta perteneciente a la
aristocracia rusa, y su nuevo marido, Dimitri Illitch Gomberg, un
reputado abogado moscovita con el cual se casa tras la muerte del padre
de Elena. Nunca perderá el contacto con el padrastro: será una
influencia esencial a lo largo de su vida.
Ha crecido rodeada de libros, los clásicos rusos la acompañarán siempre y preservará su biblioteca como el más preciado de los tesoros. De hecho, cuando ya convertida en Gala Dalí inicia la escritura de un proyecto autobiográfico donde se desvela el esplendor de su talento —un manuscrito redactado en un cuaderno Moleskine, lleno de cambios y tachaduras que subrayan una clara voluntad literaria y publicado hace pocos años—, recuerda las influencias familiares: “Fue por la misma época —tenía entonces alrededor de 12 años— cuando una noche mi padre nos leyó en voz alta una leyenda en verso de Lérmontov, El demonio. Mis hermanos y yo seguíamos este relato con un interés apasionado, exaltado: se trataba de un ángel caído que se aparecía con el aspecto de un hermoso joven, muy pálido (…)”.
Elena es la tercera de cuatro hermanos. Y una estudiante aplicada del
instituto femenino M. G. Brukhonenko que comparte aula con Anastasia
Tsvietáieva, hermana menor de la poeta rusa Marina Tsvietáieva. Muestra
una temprana pasión por la poesía. “Cuando en el diván de Marina
hablábamos de nuestro futuro —desconocido—, de los viajes, de las
gentes, del silbido de los trenes, Gala escuchaba a Marina como si
bebiera un agua viva”, recordará Anastasia en su autobiografía en 1971.
Al llegar al sanatorio, Elena se siente en casa. Allí recalan algunos poetas como el brasileño Manuel Bandeira y otros que aún no saben que lo son. Entre estos últimos se halla Paul-Eugène Grindel, un joven elegante que a partir de 1919 se convertirá en mimado del surrealismo y que, como Gala, cambiará de nombre: será Paul Éluard. Detrás de esa transformación, del deseo mismo de ser poeta, estará la joven rusa, a quien la historia ha relegado al mero papel de musa pasiva del creador.
Pero es todo lo contrario. Gala es un ser misterioso a los ojos de Paul,
una rusa de las que tanto fascinaron a los franceses en los años veinte
y treinta del siglo XX. La corteja hasta que el romance parece
inevitable: la fotografía que de ellos se toma por esas fechas en
Clavadel lo confirma. En un baile de disfraces se han vestido de Pierrot
y Pierrette: parecen gemelos. “Verdaderamente nos hemos mezclado: tú
eres yo y yo soy tú”, escribirá Gala a Éluard. No es la única que ha
notado la simbiosis. Años más tarde —a mediados de la década de 1920—,
Éluard regala a André Breton, líder del surrealismo, esta misma foto con
la siguiente dedicatoria: “Paul vestido de Gala”.
Pero aún quedan muchas aventuras en el relato de Elena/Gala antes del éxito parisiense compartido con el poeta. Queda, en primer lugar, una vuelta a Rusia tras abandonar el hospital suizo en febrero de 1914 y queda convencer a su familia para que la deje atravesar de nuevo el continente hacia París tras dos años de relación epistolar con Éluard, cartas apasionadas que continuarán escribiéndose hasta la muerte del francés en 1952. Gala cruzará la Europa en guerra por fin en 1916 y se instalará en la casa de la familia de un novio llamado a filas. Pero ella no es la simple novia que redacta cartas a su amado en el frente. En 1914 ha escrito el prólogo para el libro de Éluard Dialogue des inutiles bajo el seudónimo de Reine de Paleùglnn: “No deben asombrarse de que una mujer —mejor dicho, una desconocida— presente este pequeño volumen al lector”. Es el primer texto de Gala del cual se tiene constancia y la prueba de su estrecha colaboración con el poeta, incluso una suerte de coautoría, un trabajo compatible, como ella denomina estas colaboraciones en una carta: “Será el trabajo compatible. En ruso se dice ‘la vida compatible’ a la vida de una mujer —la mujer— con un hombre —su marido—”.
Después las cosas pasan muy rápido. La rusa y el poeta se casan en
1917, un año más tarde nace Cécile y trabajan juntos en la traducción de
la obra Le Petit Tréteau, de Alexander Blok. En 1919 entran en el
círculo intelectual parisiense a través de Breton, que no tardará en
gobernar la escena artística y literaria internacional. La pareja
fascina al colectivo: si Éluard es uno de los poetas más amados, Gala es
mucho más que la supuesta musa presentada por la historia convencional.
Es, sobre todo, un personaje carismático que atrae la atención de los
más variados integrantes del grupo, diferente para cada uno de ellos.
Gala, reservada y a ratos hasta opaca, era entonces, como ahora, un
personaje complejo, siempre difícil de interpretar y de abordar.
La esposa del poeta excepcional —incluso su colaboradora más que
inspiradora— se convierte en modelo reiterada de Man Ray. Es “la torre”
para el otro gran poeta, Robert Desnos; la confidente del escritor René
Crevel, al cual lee el tarot en sus sesiones de vidente; la persona que
busca el pintor Giorgio de Chirico para que le haga de marchante a
principios de 1920. Gala es para Breton “maravillosa”,
“cuatro ojos grandes agrupados en corazones concéntricos, crueldad,
inteligencia, crueldad y juventud”, como escribe en la dedicatoria a
Gala y Dalí en el ejemplar conservado en la Fundación Gala-Salvador Dalí
de André Breton au lavoir noir avec une fenêtre de Marcel
Duchamp de 1936. Después, casada con el pintor de Figueres, será también
la más odiada por Buñuel; la detestada por Ana María, hermana del
artista catalán; será acusada de manipuladora y controladora.
Y será la amante del pintor alemán Max Ernst, con quien mantiene una
relación intensa, animada por Éluard —a ratos a tres, si bien luego el
marido siente que le hace daño—, juegos ambiguos a los cuales Gala entra
siempre de buena gana. Quizá nadie ha sabido describirla con la
precisión de Ernst en su retrato de 1922, Au rendez-vous des amis. En él
es la única mujer y dirige la mirada hacia el espectador con aire
majestuoso, cual “bruja seductora que amenaza con arrojar la manzana de
la discordia en el grupo”, escribe Victor Crastre recordando aquel
periodo. Allí están los más fieles del surrealismo: Benjamin Péret,
Éluard, Soupault, Breton, Aragon, Tzara, De Chirico… Ernst sabe
vislumbrar a esa Gala que es mucho más que seductora y musa; más que el
personaje odiado o amado, ambicioso, diferente en función del ojo que
mire, incluso mucho más que la inventora de su segundo marido, Dalí, o
hasta de su primer marido, Éluard. En su representación, Gala es una
mujer libre que se va, que corre en busca de su silencio y su libertad
para ser la escritora que desvelan las páginas sueltas de su maravilloso
proyecto autobiográfico, para ser la artista que ha participado en
numerosos cadáveres exquisitos o que ha inventado varios objetos
surrealistas expuestos y reseñados en la época, si bien desdeñados con
posterioridad como ocurre con tantas mujeres.
Tal vez por eso, cuando en el verano de 1929 un grupo de amigos —el pintor Magritte y su esposa, los Éluard y el galerista belga Goemans— decide ir a Cadaqués para visitar al joven español que han conocido en París, Gala entiende que se halla frente a su destino. Dalí es un tipo guapo de modales enloquecidos que encandilan a los burgueses que llegan a ese lugar exótico del Mediterráneo. Dalí encarna lo irracional, la posible inspiración para que Gala pueda llevar a cabo su tarea creadora, que no sabe a ciencia cierta en qué va a consistir, pero que presiente apremiando. Lo ve de inmediato, así que decide dejarlo todo por nada: el éxito de París junto al gran poeta Éluard por un joven pintor que entonces no es nadie.
Como había ocurrido con Éluard, entre Gala y Dalí surge una poderosa
atracción que dura hasta su muerte. “Ella ya estaba allí. ¿Quién? No me
interrumpan. Dije que ella estaba allí, y esto debería bastar. Gala, la
mujer de Éluard. ¡Era ella! Galuchka Rediviva. Acababa de reconocerla
por su espalda desnuda. Su cuerpo tenía todavía el cutis de una niña.
Sus clavículas y los músculos infrarrenales tenían esa algo súbita
tensión atlética de los de un adolescente. Pero la parte inferior de su
espalda, en cambio, era sumamente femenina y pronunciada y servía de
guion, infinitamente esbelto, entre la decidida, enérgica y orgullosa
delgadez de su torso y sus nalgas finísimas, que la exagerada esbeltez
de su talle realzaba y hacía mucho más deseables”, escribe Dalí en sus
memorias La vida secreta de Salvador Dalí a propósito de uno de sus
primeros encuentros en Cadaqués. Dalí corta los lazos con familia,
amigos, incluso su lengua materna, y juntos desarrollan unas
extraordinarias complementariedades: Gala aporta el sentido práctico
tras el cual enmascara obstinada sus dotes creadoras.
Sin embargo, la rusa aporta seguramente mucho más, igual que Dalí
ofrece a Gala el espacio creativo que siempre ha necesitado y que el
pintor le reconoce. Junto a Dalí, Gala no solo consigue florecer como
una escritora y una artista de talento —lo prueban los escritos y los
objetos surrealistas—, sino que en el trasvase entre ambos se conforma
como coautora del mismo proyecto creativo daliniano. Lo reconoce Dalí
cuando firma sus “mejores obras” con ese nombre que los resume y reúne:
“Gala Salvador Dalí”. Este se puede considerar como un proyecto que
tiene mucho de obra conceptual, donde prima el proceso sobre el producto
mismo y donde la colaboración entre Gala y Dalí se manifiesta en un
espacio mucho más sutil que el acto físico del pincel —queda claro en
las numerosas fotos del montaje del Sueño de Venus, de 1939, en las que
aparecen trabajando juntos—. En su particular juego de espejos, se
complementan y se completan, y la autoría compartida que Dalí rubrica en
la firma es un constante reconocimiento al trabajo de Gala.
Si consideramos la coautoría de forma literal, entonces el relato se
complica deliciosamente: ¿Qué hacer con todos los cuadros que Dalí pinta
de Gala si han sido firmados “Gala Salvador Dalí”? ¿No tiene acaso la
larga serie de retratos de Gala algo de autorretrato de Gala misma? ¿No
forma parte de ese gran proyecto autobiográfico que conforman sus
escritos, sus obras, la construcción de su personaje y hasta del de Dalí
o el de la síntesis de ambos? ¿No se convierte esta Gala en una
performer camuflada que en todos los retratos mantiene el control
absoluto sobre su imagen?
Al final del camino de esta inesperada creación a dos que testifica Dalí se alza el castillo de Púbol, el más amado de todos los objetos surrealistas de Gala Salvador Dalí, estructura que, pese al malentendido que crean los delicados dibujos del pintor, es un proyecto de ambos y el refugio de Gala más allá de su esencia de regalo de amor cortés. Púbol, lugar al cual Dalí podía entrar solo por invitación, es la habitación propia de Gala que, como dijera Virginia Woolf, toda artista necesita para crear.
“Sí, se piensa que soy una fortaleza bien defendida, perfectamente organizada, cuando a lo más podría ser una pequeña torre parpadeante que, por modestia, trata de cubrirse y esconder sus ya deterioradas paredes y encontrar algo de soledad”, dejó escrito Gala. Ha llegado la hora de brindarle el papel que le corresponde en el viejo tablero surrealista: un papel inesperado y luminoso que siempre ha estado ahí, como ocurre con otras mujeres. Solo hacía falta volver a leer con atención las pistas.
Ha crecido rodeada de libros, los clásicos rusos la acompañarán siempre y preservará su biblioteca como el más preciado de los tesoros. De hecho, cuando ya convertida en Gala Dalí inicia la escritura de un proyecto autobiográfico donde se desvela el esplendor de su talento —un manuscrito redactado en un cuaderno Moleskine, lleno de cambios y tachaduras que subrayan una clara voluntad literaria y publicado hace pocos años—, recuerda las influencias familiares: “Fue por la misma época —tenía entonces alrededor de 12 años— cuando una noche mi padre nos leyó en voz alta una leyenda en verso de Lérmontov, El demonio. Mis hermanos y yo seguíamos este relato con un interés apasionado, exaltado: se trataba de un ángel caído que se aparecía con el aspecto de un hermoso joven, muy pálido (…)”.
Al llegar al sanatorio, Elena se siente en casa. Allí recalan algunos poetas como el brasileño Manuel Bandeira y otros que aún no saben que lo son. Entre estos últimos se halla Paul-Eugène Grindel, un joven elegante que a partir de 1919 se convertirá en mimado del surrealismo y que, como Gala, cambiará de nombre: será Paul Éluard. Detrás de esa transformación, del deseo mismo de ser poeta, estará la joven rusa, a quien la historia ha relegado al mero papel de musa pasiva del creador.
Gala es mucho más que la supuesta musa presentada por la historia convencional. Es, sobre todo, una mujer carismática y compleja
Pero aún quedan muchas aventuras en el relato de Elena/Gala antes del éxito parisiense compartido con el poeta. Queda, en primer lugar, una vuelta a Rusia tras abandonar el hospital suizo en febrero de 1914 y queda convencer a su familia para que la deje atravesar de nuevo el continente hacia París tras dos años de relación epistolar con Éluard, cartas apasionadas que continuarán escribiéndose hasta la muerte del francés en 1952. Gala cruzará la Europa en guerra por fin en 1916 y se instalará en la casa de la familia de un novio llamado a filas. Pero ella no es la simple novia que redacta cartas a su amado en el frente. En 1914 ha escrito el prólogo para el libro de Éluard Dialogue des inutiles bajo el seudónimo de Reine de Paleùglnn: “No deben asombrarse de que una mujer —mejor dicho, una desconocida— presente este pequeño volumen al lector”. Es el primer texto de Gala del cual se tiene constancia y la prueba de su estrecha colaboración con el poeta, incluso una suerte de coautoría, un trabajo compatible, como ella denomina estas colaboraciones en una carta: “Será el trabajo compatible. En ruso se dice ‘la vida compatible’ a la vida de una mujer —la mujer— con un hombre —su marido—”.
Para Gala, Dalí encarna lo irracional, la
inspiración para llevar a cabo una apremiante tarea creadora. Sin
pensárselo, deja su vida parisiense por él
Tal vez por eso, cuando en el verano de 1929 un grupo de amigos —el pintor Magritte y su esposa, los Éluard y el galerista belga Goemans— decide ir a Cadaqués para visitar al joven español que han conocido en París, Gala entiende que se halla frente a su destino. Dalí es un tipo guapo de modales enloquecidos que encandilan a los burgueses que llegan a ese lugar exótico del Mediterráneo. Dalí encarna lo irracional, la posible inspiración para que Gala pueda llevar a cabo su tarea creadora, que no sabe a ciencia cierta en qué va a consistir, pero que presiente apremiando. Lo ve de inmediato, así que decide dejarlo todo por nada: el éxito de París junto al gran poeta Éluard por un joven pintor que entonces no es nadie.
El castillo de Púbol, al que Dalí solo podía
entrar por invitación, es la habitación propia de Gala: el espacio, como
dijera Virginia Woolf, que toda artista necesita
Al final del camino de esta inesperada creación a dos que testifica Dalí se alza el castillo de Púbol, el más amado de todos los objetos surrealistas de Gala Salvador Dalí, estructura que, pese al malentendido que crean los delicados dibujos del pintor, es un proyecto de ambos y el refugio de Gala más allá de su esencia de regalo de amor cortés. Púbol, lugar al cual Dalí podía entrar solo por invitación, es la habitación propia de Gala que, como dijera Virginia Woolf, toda artista necesita para crear.
“Sí, se piensa que soy una fortaleza bien defendida, perfectamente organizada, cuando a lo más podría ser una pequeña torre parpadeante que, por modestia, trata de cubrirse y esconder sus ya deterioradas paredes y encontrar algo de soledad”, dejó escrito Gala. Ha llegado la hora de brindarle el papel que le corresponde en el viejo tablero surrealista: un papel inesperado y luminoso que siempre ha estado ahí, como ocurre con otras mujeres. Solo hacía falta volver a leer con atención las pistas.