Una parte de España asiste atónita al revival del nacionalcatolicismo en el país
La actitud del Estado español alentando la
intolerancia religiosa y favoreciendo la persecución de la libertad de
expresión causa estupor en buena parte de la sociedad.
14 de Febrero de 2018 (14:34 h.)
Libertad de conciencia
El artículo 16.1 de la Constitución Española dice: “Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.” Y añade en su punto 3: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal.” Así pues, España, por más que la ministra de Defensa coloque la bandera a media asta durante la Semana Santa, es un Estado aconfesional. En consecuencia, el Estado tiene la obligación de defender y fomentar la libertad de conciencia según la cual cada persona ha de ser libre para practicar una religión, para mantener una actitud religiosa disidente o para pronunciarse como agnóstico o ateo.
Debe entenderse, además, que la Iglesia –cada Iglesia– se constituye como una asociación de creyentes, una organización por tanto de seres humanos, no de entidades divinas, que ha de ser tratada por el Estado como una asociación civil más de acuerdo al derecho vigente sin que, por el mero hecho de existir, deba disfrutar de privilegios que únicamente se justificarían a partir de una concepción de la religión como emisora de valores dominantes de –o a imponer en– la sociedad.
El Estado español, en particular desde que el gobierno está en manos del Partido Popular, contradice burdamente la libertad de conciencia de los ciudadanos españoles y privilegia de manera grosera a una confesión concreta al más puro estilo nacionalcatólico. Conviene repasar la íntima relación entre Iglesia católica y franquismo para comprender el actual estado de estas cosas.
La Iglesia en el franquismo
Con la caída de Alfonso XIII, la Iglesia católica perdió sus privilegios y su posición preeminente en la sociedad española. La Iglesia vivió la llegada de la República como una auténtica condena. Con ello, la distancia existente entre los dos universos culturales antagónicos –católicos practicantes vs anticlericales convencidos– se hizo insalvable. La derecha reaccionó apiñándose en torno al catolicismo entendiendo que de esta manera podría reforzar los deseos de movilización colectiva, como así fue. La jerarquía eclesiástica se sumó de manera entusiasta a una estrategia que presentó como respuesta al “duro ultraje a los derechos divinos de la Iglesia”. Cuando el ejército golpista se alzó en armas contra la República, la mayoría del clero se apresuró a apoyarlo, a darle su bendición como “defensores de la civilización cristiana frente al comunismo y el ateísmo”. La solución autoritaria necesitaba las masas católicas que podía proporcionar la Iglesia. La unión entre religión y patriotismo se reveló una de las claves esenciales para la legitimidad del exterminio que las fuerzas de Franco se disponían a infringir.
Franco fue tratado por la jerarquía de la Iglesia católica como un santo, el salvador de la España cristiana. Los obispos y la mayor parte del clero fueron cómplices, activos y pasivos, del terror fascista. Una vez terminada la guerra, las placas en honor de los “caídos por Dios y la Patria” proliferaron en iglesias y edificios civiles. Sin la contribución decidida e incondicional de la Iglesia católica, la dictadura de Franco no se habría podido mantener durante tantos años.
En ningún otro régimen dictatorial, la Iglesia jugó un papel tan decisivo. El Estado supo retribuir este apoyo restituyendo e incluso potenciando el papel hegemónico en la sociedad que la Iglesia había disfrutado en tiempos de la Monarquía. No solo destinó alrededor de 300.000 millones de pesetas (¡en un país arruinado!) a la construcción de templos, seminarios y otros centros del culto, sino que delegó en la Iglesia las tareas de educación y enseñanza y permitió que el dogma católico fuese parte intrínseca del ritual político y social de la dictadura.
La Iglesia en la España del siglo XXI
Lo primero a significar es que el Concordato entre el Estado español y la Santa Sede, firmado en 1953 por iniciativa de Francisco Franco, está vigente a día de hoy, matizado por los Acuerdos de 1979 y la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980. Ese Concordato aún vigente establece, entre otros, los siguientes beneficios a favor de la Iglesia Católica: exenciones fiscales para los bienes y actividades eclesiásticos; subvenciones para la construcción de nuevos edificios y para el mantenimiento de su patrimonio; derecho a constituir universidades; derecho a operar estaciones de radio y publicación de periódicos y revistas; protección contra la intrusión policial sobre propiedades de la iglesia; monopolio católico sobre la enseñanza religiosa en las instituciones públicas educativas.
Tras unos años en los cuales el Estado español intentó, aun tímidamente, seguir el paso de secularización de la sociedad, el gobierno del Partido Popular ha conseguido paralizar ese proceso e incluso darle la vuelta de forma vigorosa. La Iglesia continúa gozando de vergonzantes exenciones tributarias; ha conseguido registrar a su nombre –inmatriculaciones– miles de bienes inmuebles sin abonar más que unos pocos euros; mantiene notables privilegios en materia de educación y prestación de servicios sociales; recibe un trato privilegiado respecto al resto de asociaciones civiles; y observa manifestaciones de trascendente valor simbólico como la inaudita condecoración de vírgenes, la consideración como fiesta laboral de fechas de valor exclusivamente litúrgico, o las ofrendas ante santos y otras figuras destacadas del cristianismo.
El contexto actual a favor de la restauración de la posición privilegiada de la Iglesia católica, nostálgica de aquel Estado español sometido a la ley de Dios por encima del derecho común, envalentona a los segmentos más recalcitrantes de la sociedad los cuales no se cortan a la hora de presentar denuncias ante cualquier acto que entiendan contrario a su fe cristiana. En buena lid, este tipo de comportamientos podrían dar lugar a otros similares de signo contrario. Un ciudadano podría entender que alguna manifestación pública de naturaleza religiosa hiere u ofende su posición de escepticismo o podría considerar, simplemente, que son contrarias a la ética aconfesional cuando no al decoro o al buen gusto.
El mismo artículo 16.3 de la Constitución española que establece la aconfesionalidad del Estado, apunta de un modo más bien contradictorio: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Propongo una redacción diferente que ponga coto a las reinterpretaciones políticas y jurídicas. Algo así como "Nadie podrá ser perjudicado ni favorecido a causa de su sexo, su ascendencia, su raza, su idioma, su patria y su origen, sus creencias y sus concepciones religiosas o políticas". Está en la Constitución alemana de 1949. Para cuando se cambie la española; si es que algún día se cambia. @mundiario
. Nota dde NUEVO IMPULSO: Un artículo muy bueno y muy bien escrito