Editorial de La Vanguardia
Desconcierto (comparecencia de Puigdemont.
“Comparecencia del presidente de la Generalitat ante el
Parlament para informar sobre la situación política actual”. Fue con
este genérico y anodino enunciado, único punto en el orden del día, que
la Cámara catalana celebró ayer una sesión que se quería trascendental.
Según la convocatoria, era también una sesión “ordinaria”, en la que
tras la intervención presidencial se daría la voz a los grupos
parlamentarios y se cruzarían réplicas y contrarréplicas. Pero lo que de
veras debía dirimirse en dicha sesión, una vez interpretados por el
president los resultados del referéndum del 1-O, convocado ilegalmente y
recontado sin garantías, era ni más ni menos que la proclamación, o no,
de una declaración unilateral de independencia (DUI). Esto es, si se
iba a dar un paso decisivo para la desconexión de Catalunya de España.
La expectación era máxima. Lo revelan la inquietud y los
temores en los que vive sumida la ciudadanía desde hace meses. Lo prueba
también la cifra récord de más de mil profesionales de la información
–358 de ellos procedentes de otros países– que habían solicitado su
acreditación en el Parlament. No era para menos. Tras cinco años de
proceso soberanista –si fijamos su inicio en la manifestación del Onze
de Setembre del 2012–, llegaba la hora de la verdad. Una DUI sin
ambages, proclamada con el entusiasmo propio que hace al caso, sin
condiciones ni renuncios, hubiera supuesto la culminación del mencionado
proceso, para contento de los muchos –pero no mayoritarios– catalanes
que lo han acompañado. Por el contrario, un prudente e inequívoco
frenazo y la omisión de cualquier referencia explícita a la DUI hubiera
generado gran decepción en las filas soberanistas. Pero, al tiempo,
hubiera pillado a contrapié al Gobierno central y dibujado una escena
marcada por el deseo de reconducir la situación, atenuar tensiones y
dialogar partiendo de cero.
Carles Puigdemont quiso hallar una vía intermedia entre
la proclamación de la independencia y la claudicación. Y lo que logró
fue crear desconcierto y confusión. Sabía que sus palabras serían
escrutadas con gran detalle. Sabía también que sería muy difícil
complacer simultáneamente a sus correligionarios y a sus rivales. Y optó
por una fórmula que aspiraba a declarar la independencia para, acto
seguido, suspenderla e iniciar un período de diálogo. En concreto, y
refiriéndose al 1-O, Puigdemont afirmó: “Como presidente de la
Generalitat, asumo al presentar los resultados del referéndum ante el
Parlament y a nuestros conciudadanos el mandato de que Catalunya se
convierta en un estado independiente en forma de república”. Y añadió:
“Proponemos que el Parlament suspenda los efectos de la declaración de
independencia para que emprendamos un diálogo sin el cual no es posible
llegar a una solución acordada”.
Lo que ayer hizo Carles Puigdemont, que en su día aceptó la
presidencia de la Generalitat ofrecida por su antecesor, Artur Mas, con
el propósito explícito de culminar el proyecto independentista para a
continuación dejar el cargo, no fue, como decíamos, una declaración de
independencia transparente ni que entrara en vigor automáticamente.
Después de que se retrasara el inicio del pleno más de una hora, después
de tensas reuniones en última instancia de la mayoría parlamentaria
independentista y después de incontables rumores de signo contrapuesto,
Puigdemont pronunció un discurso que suscitó lecturas diversas y muchas
dudas. En especial cuando se supo que no iba a aparecer en el Diari
Oficial de la Generalitat de Catalunya y, por tanto, carecía de validez
jurídica. Y también más tarde, cuando la vicepresidenta del Gobierno
negó validez al referéndum y a la proclamación. Entretanto, con el
artículo 155 de la Constitución en la recámara, y antes de aplicarlo, en
el Gobierno se barajaba la posibilidad de requerir a Puigdemont una
explicación más clara sobre lo ocurrido ayer. A su vez, la CUP no
parecía satisfecha con el resultado de la sesión, alguno de sus miembros
llegó a hablar de traición inadmisible: no lo habría dicho si la
independencia se hubiera proclamado sin reservas. Los soberanistas que
rodeaban el Parlament mientras se celebraba la histórica sesión no
prorrumpieron en vítores a su término. Ni hubo en las calles de la
ciudad manifestaciones de júbilo, aunque sí rostros decepcionados. No se
descarta que la declaración de ayer produzca una brecha en la mayoría
independentista del Parlament, separando a Junts pel Sí y la CUP, algo
que anoche se quiso tapar con la firma de un documento de compromiso por
la república, ya fuera de la Cámara. Algo digno del teatro del absurdo
si la declaración proclamada poco antes fuera creíble.
Dicho esto, no podemos dejar de presentar serias
objeciones al discurso del presidente Puigdemont y a las bases legales
sobre las que pretende asentarse. Ayer insistió en que con la
celebración del 1-O se habían ganado el derecho a la independencia, lo
cual puede valer como opinión, pero no como otra cosa. Quiso dar por
buena su ruta hacia la independencia, pese a basarse en las leyes de
desconexión aprobadas los días 6 y 7 de septiembre, que contravenían la
Constitución y el Estatut. Y que, por otra parte, fueron vulneradas
también, por ejemplo en lo tocante a la Sindicatura Electoral que debía
velar por el 1-O, desmantelada antes de que pudiera cumplir sus
funciones y validar los resultados. Quizás por ello decía ayer a modo de
enmienda a la totalidad el líder socialista catalán Miquel Iceta que
“no se puede suspender un acuerdo no tomado”.
Hasta antes de su celebración, la sesión de ayer nos había
sido presentada como algo parecido a una estación término, a un puerto
de arribada. No lo decimos nosotros. Lo han venido asegurando los
impulsores del proceso, que fijaron en ella el cumplimiento de sus
aspiraciones. Pero lo que sale de dicha sesión es un intento, otro, de
ganar tiempo y prolongar el proceso soberanista, ya mucho más allá de
los dieciocho meses inicialmente fijados como plazo para la secesión. Es
decir, se trata de mantener un estado de incertidumbre que está
teniendo efectos tremendamente negativos para la sociedad catalana. De
poco ha servido que la Unión Europea haya rechazado las peticiones de
apoyo que ha recibido del soberanismo. (El presidente del Consejo
Europeo reclamó ayer a Puigdemont que respetara el orden
constitucional). O la fuga de empresas catalanas –ayer se fue Planeta a
Madrid, despojando a Barcelona de su histórica capitalidad editorial–. O
que la posibilidad de llevar el conflicto a la calle siga ahí. El
independentismo sigue su cabalgada, en un país que dice querer mejorar,
pero que va desangrándose ante sus ojos, día a día, sin que sepa cómo
contener la hemorragia.