Editorial
La hora de la verdad
Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat, comparecerá esta tarde ante el Parlament en una sesión crucial para el futuro de Catalunya...
Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat,
comparecerá esta tarde ante el Parlament en una sesión crucial para el
futuro de Catalunya. La clave de dicha sesión, a partir de la valoración
de los datos del 1-O, es la proclamación, o no, de la declaración
unilateral de independencia (DUI). Si Puigdemont la efectúa, ya sea de
aplicación inmediata o aplazada, ya sea sin aditamentos o aderezada con
invitaciones al diálogo o anuncios de elecciones, es más que probable
que el Estado responda con la aplicación del artículo 155 de la
Constitución y la suspensión de facto del autogobierno catalán. En tal
caso, es muy probable que Catalunya entre en una fase de agitación
social, turbulencias de difícil control y potencial desastroso.
Si, por
el contrario, Puigdemont aparca la DUI y prioriza el diálogo y la
recomposición sobre una nueva base de las relaciones con el Estado
–obviamente, con la imprescindible colaboración de este–, conservaríamos
todavía la esperanza de dar con una solución pactada al conflicto. Esta
última es la única opción que nos parece deseable.
Hemos dicho y repetido que las soluciones unilaterales no
conducen a buen puerto. Menos aún en una sociedad dividida y polarizada,
a la que insensatamente se ha privado del 50% de su fuerza. Y que ahora
se enfrenta a un horizonte del que, oídos los llamamientos a la
movilización y la resistencia, no cabe excluir la violencia ni el
conflicto. Tiempo atrás se podía sostener que esto eran sólo negros
augurios. Ahora costaría hallar a alguien, en uno u otro bando, que los
descartara.
La opción independentista no es hegemónica en Catalunya. Lo
sabíamos de antiguo, y también desde el 27-S, que produjo una mayoría
soberanista en el Parlament, pero no de votos. Y lo ratificó en la calle
el domingo la manifestación convocada por Societat Civil Catalana, que
desbordó todas las previsiones. La independencia, que como decíamos ya
ha partido en dos a la sociedad catalana, tendrá además efectos
perniciosos sobre la economía. Lo comprobamos la semana pasada con los
traslados de sedes de Banc Sabadell, CaixaBank, Gas Natural o Agbar. Los
reconfirmamos ayer cuando Abertis, Adeslas, Colonial, Cellenx o MRV,
entre otras, anunciaron que se iban. El goteo de grandes, medianas o
pequeñas empresas que parten es constante. Pero las autoridades
económicas catalanas están desaparecidas o minimizan la estampida. Es
difícil de entender que personas siempre locuaces callen ahora.
Las economías que prescinden de sus puntales sin
pestañear pueden recuperarlos algún día. Pero también pueden ir
languideciendo y perder cualquier posibilidad de verlos retornar. Pasó
antes en otros lugares. Y, aún suponiendo que regresaran, la imagen que
está dando actualmente Catalunya al mundo es la de un suicida. ¿Qué
firma extranjera, qué inversor, qué creador de trabajo o riqueza querrá
compartir la suerte de Catalunya cuando sus instituciones de gobierno no
dan a sus actores económicos las seguridades jurídicas imprescindibles?
¿Quién en su sano juicio puede defender que lo que se le está haciendo a
la economía catalana, y al conjunto de los catalanes, es algo positivo o
inevitable?
El Gobierno central ha afirmado una y otra vez que no
tolerará que una declaración de independencia se materialice. Eso
significa que aplicará el 155. El viaje a la independencia quedará
entonces abruptamente interrumpido, sus impulsores serán quizás
detenidos y apartados de la escena política, todos los catalanes
perderemos posiciones y recursos. Quienes pilotan la locomotora
independentista son conscientes de ello. Pero siguen adelante. Y
dispuestos a pasar el testigo a sus fieles para que estos diriman en la
calle las diferencias que ellos no supieron resolver en los despachos. A
sabiendas de que eso nos enfrentará y empobrecerá.
Aventurarse hacia la independencia con una mayoría
insuficiente, como hizo el Govern, fue un error. Aventurarse, como hizo
después, saltándose las leyes, ha sido un error mayor. De poco vale
denunciar las omisiones o los excesos del contrario para justificar
errores propios de tal calibre. No se puede recurrir al patriotismo para
justificar una decisión que dañará a la patria; que causará estropicios
–ya los ha causado– en el conjunto de la sociedad, en las infinitas
ramificaciones de la actividad económica y en la imagen exterior del
país. Por injusto que les parezca a quienes se dejan llevar por
determinado entusiasmo, desde instancias europeas es fácil comprender
que el Gobierno central aspire a mantener la unidad del país,
amparándose en la ley, pero no la pretensión del Govern de proclamar la
independencia vulnerando las propias normas y mediante un referéndum sin
garantías. La independencia es un proyecto político tan legítimo como
cualquier otro, pero pierde su legitimidad cuando se trata de imponer
por encima del consenso y de las leyes.
Mientras escribimos estas líneas, es posible que el
presidente Puigdemont esté ultimando su discurso de hoy. El ánimo que
nos mueve a escribir está meridianamente claro: subrayar la
trascendencia de este 10 de octubre del 2017, y las consecuencias que
pudiera tener una decisión equivocada y de coste inasumible. Escribimos
este editorial porque deseamos que Catalunya restaure su cohesión social
y su progreso. Confiando en que esos sean también los deseos del
presidente Puigdemont, y en que sepa hallar la vía para evitar la DUI y
perfilar un replanteamiento de la situación.
Habrá quienes quieran empujar a Puigdemont a la DUI, a la
movilización callejera, a la revolución. Pero eso no es lo que anhela la
mayoría real del país, la que abomina del “cuanto peor, mejor” y
deplora el enfrentamientos entre ciudadanos. Esa mayoría pide una
negociación que genere soluciones duraderas y rechaza por igual la
imposición de la independencia y la mano dura indiscriminada para
reprimir a sus defensores. No es hora de apostar por la DUI ni por el
155. Ambas soluciones echarían más leña al fuego y tendrían un alto
coste. La DUI parece irrenunciable a muchos independentistas. Pese a que
se consumiría en poco tiempo, como un fuego artificial, sin tiempo para
producir cambios estructurales. El 155 está ya en la recámara estatal.
Abortaría la DUI y, de nuevo, tendría un precio elevado para todos los
catalanes, pagadero en términos de cohesión, de autogobierno, económicos
y acaso de orden mucho más sensible.
Es la hora de la verdad. Estamos al borde del precipicio y
no conviene dar un paso al frente. Hoy será un día histórico. Algunos de
sus actores creen que además será glorioso. Pero si sus efectos acaban
siendo funestos no les aguarda la gloria, sino el oprobio.