Un pacto de conveniencia
Hace poco más de una semana, los partidos
independentistas dilapidaban su prestigio político con una actitud
inadmisible en el Parlament, donde dinamitaron la Constitución y el
Estatut aplicando el rodillo y por la vía exprés, sin ningún respeto por
la otra mitad de la Cámara. Pues bien, en unos pocos días, algo tan
grave ha quedado enterrado en la trepidante sucesión de acontecimientos
gracias a las actuaciones del Gobierno de Rajoy, que corre el riesgo de
perder la batalla del relato y el apoyo de una parte de los catalanes
que no desean la independencia, pero que consideran inconcebibles los
métodos aplicados para impedir el referéndum.
El PP siempre ha ido a remolque en este conflicto. “Esto no
nos ocupa ni dos tardes al mes”, fue la respuesta de un alto cargo de
la Moncloa preguntado en privado por el auge independentista allá por el
2013. Y ahora, cuando el choque llega a su clímax, se percibe que el
Gobierno sigue sin tener un plan más allá de impedir lo que considera
una humillación: que se coloquen las urnas. Ese ha sido el encargo
preciso que ha recibido Soraya Sáenz de Santamaría, y en él se ha
volcado. Pero cuando se persigue un objetivo de forma obsesiva, se
pierden los matices y se incurre en fallos. El independentismo ha fiado
toda su estrategia al error que espera que cometa Mariano Rajoy: que la
escenografía represora provoque sarpullidos entre una mayoría de los
catalanes, más allá de los convencidos.
“Qué van a hacer: ¿enviar a la Guardia Civil?, ¿llevar a
cientos de alcaldes a los tribunales? Que lo hagan...”. Es una frase
repetida por dirigentes independentistas en los últimos meses. Los
puntos suspensivos llevan implícito el deseo de convertir el 1-O en una
protesta contra Rajoy, sea con una papeleta o con una pancarta en la
calle. Carles Puigdemont espera que si el Gobierno del PP aplica una
“persecución” indiscriminada, le ocurra como en la sentencia de Keynes:
“Si yo te debo una libra, tengo un problema; pero si te debo un millón,
el problema lo tienes tú”.
En los primeros mítines de esta campaña imposible
(una campaña es un espacio en el que confrontar ideas, no un bombardeo
de pensamiento monolítico), Carles Puigdemont y Oriol Junqueras han
enviado dos mensajes básicos: el primero consiste en ridiculizar las
actuaciones judiciales y policiales encaminadas a impedir el referéndum
como propias de una dictadura bananera, y el segundo se dirige a captar a
quienes se sientan violentados por esa actitud aunque no deseen la
independencia, ya que su voto por el no contribuye a legitimar el 1-O
como un deseo transversal de la sociedad catalana.
A ese objetivo va a contribuir Ada Colau. Los comunes
mantienen la ambigüedad sobre el fondo –dada la división de su
electorado– con argumentos formales como el de calificar el 1-O de
movilización, olvidando que no son ellos los convocantes y que estos
consideran que no sólo es un referéndum, sino además, vinculante. Pero
lo cierto es que, después de meses de cortejar a los comunes, Puigdemont
se ha cobrado la pieza.
La alcaldesa no aportará locales para la votación. No
pondrá en riesgo a funcionarios ni su carrera política, pero ejercerá de
altavoz del relato independentista. El acuerdo entre Puigdemont y Colau
no consiste en abrir locales para colocar urnas. La Generalitat ya
cuenta con edificios de su propiedad para la votación, como ocurre en
Tarragona o Lleida. Pero los alcaldes de estas poblaciones ven cómo el
president llama a los ciudadanos a presionarles mientras se fotografía
con la edil barcelonesa. El pacto entre Puigdemont y Colau es político.
La alcaldesa permite al president decir que en Barcelona también se
podrá votar el 1-O con normalidad, y él la sitúa fuera del bloque del
PP. Un acuerdo de conveniencia con mucha escenificación: la carta
pidiendo el referéndum a Rajoy con copia al Rey, la recepción del
Ayuntamiento de Barcelona a los alcaldes citados por la justicia y,
probablemente, veremos la foto de Colau votando el 1-O.
Los comunes no desean una victoria de ninguno de los dos
bandos. Alegan que es lo mejor si luego hay que dialogar. Pero aún
quedan dos semanas y unos y otros van a emplearse a fondo, a la espera
de un error del rival que le lleve a capitular. Quizá después haya
espacio para negociar porque, como escribió Stephan Zweig, “forma parte
de la esencia de las concesiones políticas que lleguen siempre demasiado
tarde”.