Editorial de La Vanguardia
Llamamiento a la serenidad
La economía de la Generalitat, intervenida. Más de una
docena de altos cargos y funcionarios de la Administración catalana,
detenidos por orden del juez. Cuarenta y un registros en oficinas
públicas, despachos privados y domicilios. La logística del referéndum
del 1 de octubre, muy desbaratada. Inmediatas manifestaciones de
protesta en el centro de Barcelona. Tensión, mucha tensión en todos los
estratos de la sociedad. Tres partidos catalanes abandonando el
hemiciclo del Congreso de los Diputados, en señal de protesta. Actos de
apoyo a las instituciones catalanas en Madrid, Valencia y otras ciudades
españolas. El Gobierno –que dice cumplir con su deber–, en minoría en
el Congreso de los Diputados. Fuerte presión sobre el Partido
Socialista. El Partido Nacionalista Vasco, fuerza imprescindible para la
aprobación de los presupuestos generales del Estado, confirma su
asistencia a una asamblea de parlamentarios favorables al soberanismo.
España en todos los noticiarios del mundo, con una imagen poco grata
para un país europeo: políticos detenidos, papeletas de votación
secuestradas. Incertidumbre ante las jornadas que se avecinan. Este es
el paisaje que se podía haber evitado. Estamos ante una crisis de
Estado.
Esta grave situación se podía haber evitado. Lo venimos
advirtiendo, al menos, desde el 2015. Había caminos para sortearla. La
actual situación se podía haber evitado atendiendo al principio de
realidad. Los partidos soberanistas debían haber admitido que en las
elecciones al Parlament de Catalunya de septiembre del 2015 no superaron
el plebiscito que ellos mismos habían planteado. El independentismo no
superó el 50% de los votos. No consiguió una mayoría social suficiente
para una aceleración histórica. No consiguió la mitad más uno de los
votos, pero quedó muy cerca. A lomos de su orgullo –y de sus respectivos
cálculos de partido–, Artur Mas y Oriol Junqueras no quisieron admitir
la realidad por miedo a la desmovilización y por temor a aparecer como
perdedores ante el Gobierno español, que no les ofrecía ninguna
alternativa. Optaron entonces por la fuga hacia delante y quedaron en
manos de la CUP, previo sacrificio de Mas, que, mal aconsejado, no se
atrevió a convocar nuevas elecciones. Un joven partido de extrema
izquierda con el ocho por ciento de los votos se convertía así en dueño
de la dinámica política catalana, sin tan siquiera esperarlo. Una
situación insólita. Insólita pero real.
El Gobierno español también leyó mal septiembre del 2015.
El fracaso del plebiscito fue interpretado como un desmayo del
soberanismo, sin calibrar correctamente la profundidad de la protesta
social y política en Catalunya, expresada con toda rotundidad desde el
2012. Cuando el 48% de los votantes de una sociedad expresa su adhesión a
programas de ruptura hay que preocuparse. Y hay que preocuparse todavía
más si ese 48% reúne a muchos votantes jóvenes y a los sectores más
dinámicos de las clases medias. En septiembre del 2015, Mariano Rajoy se
hallaba en vísperas de unas elecciones generales muy complicadas.
Tenía poco margen para moverse y seguramente creyó que la tensión con
los soberanistas catalanes podía contribuir a la cohesión del electorado
conservador español en un momento de fuerte desgaste, como consecuencia
de la crisis económica. Creemos que el Partido Popular se ha convertido
en adicto de un peligroso estimulante: la tensión catalana. La tensión
catalana ayuda a cohesionar a su electorado y, llevada al extremo,
desbarata a su principal adversario, el Partido Socialista. El
incentivo es poderoso, pero toda espiral de la tensión acaba
estallando. Después de muchos años de acumulación de tensiones, ese
momento crítico ha llegado. ¿A quién beneficia ahora?
Poco antes del verano, advertíamos que los actuales
gobernantes catalanes podían acabar llevando el autogobierno de
Catalunya contra las rocas. Desgraciadamente así está ocurriendo,
después de las nefastas sesiones parlamentarias del 6 y 7 de septiembre,
en las que la institucionalidad catalana fue violentada y herida. Fue
un mal paso. Suele serlo siempre que se pierde el respeto a la ley. Los
dirigentes soberanistas inteligentes lo saben. Y algunos se atreven a
reconocerlo. La Generalitat se halla intervenida, sin que se haya
activado el artículo 155 de la Constitución. Decenas de dirigentes
políticos y de altos funcionarios catalanes van a ser procesados. Los
pleitos serán interminables. No sabemos qué pasará en las próximas
semanas, pero sí podemos intuir que la plena restitución del
autogobierno y el indulto de los inhabilitados se convertirán en
argumentos centrales en los próximos meses. Se podía haber evitado.
Desde hace cinco años venimos criticando el quietismo del
Gobierno español. Mariano Rajoy reiteró ayer que su principal
obligación es velar por el cumplimiento de la ley y evitar la
celebración de un referéndum de autodeterminación que choca frontalmente
con la Constitución. Nunca discutiremos que el deber del Gobierno –de
cualquier Gobierno– es hacer cumplir la ley. Ocurre, sin embargo, que la
mejor manera de hacer cumplir la ley es propiciar el acuerdo, en caso
de conflicto social grave. Ley y política. Con los reglamentos no se
solucionan los graves problemas de un país. La situación hoy sería otra
si la necesaria exigencia de cumplimiento de la ley hubiese ido
acompañada de una sincera oferta de diálogo político. Es posible que en
estas horas críticas, las encuestas, en lo que respecta a la opinión
pública española, sean claramente favorables al Gobierno. Queremos
advertir, sin embargo, que la situación creada va a ensanchar el campo
de la protesta en Catalunya. Ya no es una cuestión de independentistas y
no independentistas. Muchos ciudadanos ajenos al soberanismo sienten un
profundo disgusto en estos momentos. La desafección respecto al Estado
crece, por falta de un marco político de encauzamiento y diálogo. Los
puentes están rotos. La situación es grave.
La logística del 1-O está prácticamente rota, pero el
malestar ciudadano es enorme. Nuestro deber es advertirlo. ¡Cuidado con
el cortoplacismo! ¡Cuidado con las miradas cortas! El Estado español y
Catalunya se exponen a demasiados riesgos si entramos en un bucle de
enfrentamientos. No es el momento de dejarse fascinar por las encuestas
de urgencia. No es el momento de dejarse arrastrar por los insensatos
que exigen una humillación pública de las instituciones catalanas. No es
el momento, en Catalunya, de dejar la política en manos del reclamo
emocional de la calle. No es la hora del aventurismo.
Queremos manifestar nuestro pleno respeto a las
instituciones catalanas, amparadas por la Constitución y el Estatut, y
nuestra adhesión al autogobierno. Y desde esta posición pedir serenidad
a todos y la apertura inmediata de un marco de diálogo.