Desde los Apalaches
¿"Qué va a votar usted?”, preguntaba un agente electoral a
una anciana de los Montes Apalaches. “No he votado en mi vida”,
contestó ella. “Votar no hace más que darles ánimos”. Poco imaginaba la
anciana que sus palabras iban a ser de exacta aplicación en la lejana
Catalunya un siglo más tarde: porque a uno que no es partidario de la
independencia –aunque la aceptaría si esa fuera la voluntad de una
amplia mayoría– el evento del 1-O le pone en un brete: ¿votar o no
votar?
A uno le gusta votar, como a todo el mundo. Votar es bueno,
y aunque algunos suizos se confiesan en privado cansados de tanta
consulta, lo cierto es que no renuncian a ellas: en esto debe de ser
preferible pasarse que quedarse corto. Pero para ser útil una consulta, y
más aún un referéndum, debe cumplir por lo menos dos condiciones: el
votante debe tener unas mínimas garantías respecto a las consecuencias
que acarrea cada una de las alternativas que se le proponen, y ha de
existir una expectativa razonable de una clara mayoría, en un sentido u
otro, para no dar como resultado la consolidación de divisiones que
hasta entonces hubieran estado soterradas. Admitamos, pues, que el
referéndum previsto para el 1-O está en las antípodas de una consulta
bien concebida.
En primer lugar, en lo que respecta a la información del
votante. Es cierto que es muy difícil describir siquiera las
consecuencias probables de una eventual independencia de Catalunya, más
aún asignarles un grado de certidumbre. Sin embargo, los defensores de
la independencia han dado por seguras las circunstancias favorables y
por imposibles las negativas. Así, mientras todas las voces autorizadas
repiten que una Catalunya independiente debería solicitar su ingreso en
la Unión Europea, las tesis independentistas van desde negar esa
afirmación hasta argüir que no hay precedente para el caso catalán. Ese
es el ejemplo más flagrante del procedimiento, pero no el único. Cuando
se habla del reparto de la carga de la deuda entre Catalunya y el resto
de España se dan por seguras unas cifras que sólo si el Estado, hoy un
opresor inmisericorde, se convirtiera durante la negociación en un
fraternal aliado se harían realidad.
¿Y si Catalunya quedara dentro de la Unión? La recién
llegada representaría algo menos del uno y medio por ciento del PIB
europeo, y en la Unión el tamaño y la antigüedad pesan mucho. Los
representantes catalanes en los consejos de ministros tendrían, sí, una
silla en todas las mesas, pero podría ocurrir que cuando hicieran uso de
la palabra sus colegas aprovecharan la ocasión para salir a llamar por
teléfono. Dudo que nuestros votantes estén al corriente de estos
detalles.
Por lo que se refiere al resultado probable, nada permite
suponer que el referéndum, caso de celebrarse bajo el amparo de la ley,
fuera a arrojar una mayoría clara. No serviría para unir, ni permitiría
go- bernar a cualquiera de los dos proclamados ganadores. Quedaría así
confirmada la ruptura vaticinada por Aznar, y tendríamos una Catalunya
aún menos gobernable de lo que ha sido últimamente. De todo ello cabe
concluir que en el mejor de los casos el referéndum será inútil.
Afortunadamente, un referéndum no es indispensable. Uno
puede pensar que las aspiraciones de gran parte del catalanismo
quedarían colmadas con una negociación con el Gobierno del Estado cuyos
resultados fueran sometidos a consulta. Los puntos esenciales de esa
negociación son de sobra conocidos y han sido expuestos infinidad de
veces: competencias exclusivas, trato fiscal y agencia tributaria
compartida son quizá los más recurrentes. Casi todos ellos caben en la
Constitución actual, otros pueden requerir una reforma limitada.
Puede, y es deseable, que en torno al 1-O se plantee una
negociación de ese tipo. Por suerte, a medida que aumenta la tensión, de
todas partes de España van surgiendo muestras de buena voluntad,
llamadas a la concordia; el entendimiento sólo será posible si ambas
partes empiezan por reconocer sus errores, algo que no les parece
urgente, como si no supieran que Catalunya y España entera son
políticamente frágiles. Pero la negociación terminará por producirse.
Los ciudadanos que mal que bien vamos desbrozando
unas terceras vías que las zarzas han hecho casi impracticables tenemos
dos tareas, que llevarán mucho tiempo y esfuerzo, pero que son la única
garantía de una buena convivencia: la primera, colaborar con las demás
autonomías en un mejor reparto de poder entre el centro y la periferia;
la segunda, tratar de despojar el catalanismo de su vaina nacionalista,
que termina en el separatismo. Sólo así podrá ser admirada Catalunya y
queridos sus habitantes en el resto de España, como lo han sido muchas
veces, y podrá seguir respetando el catalanismo uno que no es catalán, y
que el 1-O hará como la anciana de los Apalaches, y por la misma razón:
no quiere darles ánimos.