Por qué no iré a votar
Hará diez años publiqué un libro de título explícito:
España desde una esquina. Federalismo o autodeterminación (Madrid, La
Esfera de los Libros, 2008). Defendí en él la necesidad de permitir que
las nacionalidades históricas que forman parte de España se replanteen y
decidan en su caso, mediante referéndum, su modelo de encaje en el
Estado. Lo hice desde el punto de vista del interés general de España,
por entender que una estructura auténticamente federal del Estado sería
mayoritariamente aceptada por todos, resolviéndose así un conflicto que
perturba la política española desde hace más de un siglo. Dicho esto, he
de añadir que diez años después sigo sosteniendo lo mismo (puede verse,
en tal sentido, mi artículo publicado en La Vanguardia el pasado 9 de
septiembre). Y desde el principio he respondido a quienes me objetan que
todo ello es imposible y que, por tanto, hay que optar por la ruptura,
que el día en que la demanda de un referéndum legal y acordado superase
de largo los dos tercios del censo catalán (cosa segura), nadie ni nada
podría impedir que el referéndum se celebrase.
Si traigo a colación cuanto antecede sólo es para dejar
claro que no soy contrario a consultar a los catalanes, por vía de un
referéndum legal y acordado, si aceptan permanecer en España bajo la
estructura de un Estado federal; y, si la respuesta fuese negativa, a
afrontar de consuno la situación con una nueva consulta sobre la
independencia, pues entiendo que, a estas alturas de la historia, es
imposible mantener cualquier forma de comunidad que no se asiente sobre
la libertad. Ahora bien, con la misma claridad afirmo que no iré a votar
en el referéndum ilegalmente convocado para el día 1 de octubre
próximo, si es que llega a celebrarse. Y no iré a votar porque mi voto
negativo sería contabilizado para aumentar el porcentaje de
participación en la consulta a efectos de su aparente legitimación,
siendo como es absolutamente ilegal. Cuanta mayor sea la participación,
más legítimo parecería un referéndum que los independentistas presentan
como un inocente ejercicio del derecho a decidir en abstracto, cuando lo
cierto es que se trata de optar entre el sí o el no a la independencia,
con infracción frontal del ordenamiento jurídico, comenzando por la
Constitución y el Estatut de Catalunya (que exige el voto de 90
diputados para aprobar una ley electoral), y sin contar además con el
respaldo mayoritario de los catalanes tal como quedó demostrado en las
últimas elecciones autonómicas.
Este referéndum carece de legitimidad democrática por
ampararse en una ley –la ley del Referéndum– cuya aprobación por el
Parlament constituyó el inicio de un golpe de Estado, culminado luego
por la aprobación de la ley de Transitoriedad Jurídica. En efecto, los
vicios de procedimiento en que se ha incurrido al tramitar dichas leyes
son irreparables: se han aprobado a toda velocidad tras una irregular
admisión a trámite, se ha dificultado su control de constitucionalidad
al sortear el dictamen de la Comissió de Garanties Estatutàries, se ha
enervado la facultad de enmienda y se ha infringido el principio de
transparencia. Todo ello para celebrar un referéndum votado por una
mayoría parlamentaria que no se corresponde con una mayoría social; que
carecerá de las mínimas garantías de celebración; y que, además de su
falta de base legal y de garantías democráticas, incumple la normativa
de las Naciones Unidas y los indicadores exigidos por el Código de
Buenas Prácticas sobre Referéndums de la Comisión de Venecia.
Todo Estado de derecho descansa sobre dos principios: el
principio democrático y el principio de legalidad. Ni la voluntad
popular puede expresarse al margen de la ley, ni la ley puede enervar la
expresión de dicha voluntad hasta obturarla. De lo que se desprende que
la democracia es el resultado de la aplicación simultánea de ambos
principios debidamente conjugados. Hace siglos, Francisco de Vitoria
dejó escrito en sus Relectiones que “para que la ley humana sea justa y
pueda obligar no basta la voluntad del legislador, sino que es menester
que sea útil a la república”, porque “si la ley no es útil a la
república, ya no es ley”. Por consiguiente, ni sin la ley, ni sólo con
la ley. Lo que significa que ni se puede convocar un referéndum
prescindiendo del Estado –que, a fin de cuentas, no es más que un
sistema jurídico–, al que deben su existencia y del que reciben su
legitimidad las instituciones que lo convocan y amparan, ni puede
utilizarse la ley, restrictivamente interpretada, para impedir la
expresión de la voluntad popular cuando existe una clara, continuada y
seria voluntad de expresarla.
Estas son las razones por las que no iré a votar el
próximo día 1 de octubre. Expongo mi decisión sin ningún ánimo
apologético ni, menos aún, apostólico. Pero he pensado que, gozando
tiempo ha del enorme privilegio de publicitar mis opiniones sobre los
más variados temas semana tras semana, estaba obligado a hacerlo también
hoy sobre una cuestión de tan capital importancia como esta.