Un Pacto de Estado por la Justicia contra el inmenso lodazal del Partido Popular
Las injerencias políticas con las que el PP se ha asegurado una
buena dosis de impunidad nos demuestran que los españoles no tenemos
suficientemente garantizada ni la imparcialidad ni la independencia de
los jueces
En este país tenemos una justicia lenta,
que está señalando juicios para el 2020, con un modelo organizativo
anticuado y con jueces explotados y precarizados. España tiene unos
5.500 jueces en activo; 12'5 por cada 100.000 habitantes, frente a los
21'6 de media que se tienen en la Unión Europea. De modo que,
lógicamente, entre la ciudadanía se ha extendido una enorme desconfianza
ante el poder judicial y una sensación de desprotección frente a las
veleidades del Gobierno que resultan sumamente nocivas para todos.
Hace tiempo que algunos jueces piden una auditoría externa que haga un
diagnóstico a fondo, y que sea fiable, y hace tiempo también que se
exige un Pacto de Estado por la Justicia, que garantice una estructura
estable, buenos mecanismos de control, públicos y eficaces, sin los que,
sencillamente, no puede hablarse ni de un Estado de Derecho, ni de un
orden democrático.
Un Pacto de Estado que,
entre otras cosas, establezca un sistema de nombramientos y ascensos
distinto del actual, y que modifique el Estatuto de Jueces y Magistrados
para consolidar los criterios de mérito, formación, especialización,
rendimiento y calidad de trabajo, además de antigüedad, a la hora de
pensar en las promociones, la adjudicación de destinos y la mejora de
los niveles retributivos. Estos criterios, y no los tejemanejes que,
como nos contó hace unos días Ignacio Escolar,
ha utilizado el Partido Popular para alimentar la fulgurante carrera de
Concepción Espejel y Enrique López, destinados, respectivamente, a la
Sala Penal de la Audiencia Nacional y a su Sala de Apelaciones. Todo
atado y bien atado como solo sucede en el caso de gobiernos
autoritarios, dictatoriales o tiránicos con pretensiones de perpetuidad.
Lo cierto es que las injerencias políticas con las que el Partido
Popular se ha asegurado una buena dosis de impunidad, nos demuestran, a
diario, que los españoles no tenemos suficientemente garantizada ni la
imparcialidad ni la independencia de los jueces.
Los
escándalos en los que está implicada la Fiscalía, así como algunos
magistrados y magistradas de la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo,
los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas o el
Tribunal Constitucional, cuyos nombramientos dependen, en buena parte,
de las decisiones del Consejo General del Poder Judicial, refuerzan la
idea de que el Gobierno es omnipotente y de que el Parlamento apenas
puede hacer nada para controlarlo. Y esta es una idea que,
convenientemente interiorizada, sitúa a los ciudadanos en una horquilla
que oscila peligrosamente entre la resignación y el caos.
Obviamente, un órgano como el CGPJ, al que se atribuye el gobierno del
Poder Judicial, tiene que estar vinculado con la representación
democrática de la sociedad española, pero la designación de los vocales
no debería reproducir, como reproduce, las diferentes cuotas
partidistas. Con la última reforma del CGPJ, que el Partido Popular
abordó en solitario, son las Cámaras las que eligen directamente a sus
veinte vocales, con la única y exigua condición de que para la elección
de doce de ellos se necesitan veinticinco avales-jueces, sin los que no
pueden ser propuestos ni elegidos. Como cada Cámara puede renovar a 10
vocales, aunque la otra no haya decidido nada, y el PP cuenta con una
mayoría suficiente en el Senado, el Ejecutivo tiene la facultad de
designar tranquilamente a la mitad del Consejo, sin necesidad de pactar
con nadie y garantizándose las afinidades ideológicas y las actitudes
sumisas que necesita para sobrevivir.
Todo el mundo
sabe que el Derecho, como todo, tiene un alto componente ideológico y
político, y en el ámbito judicial existe, y no puede dejar de existir,
no sólo pluralidad ideológica, sino un grado considerable de
discrecionalidad. La cuestión es que hay una diferencia muy importante
entre lo discrecional y lo arbitrario, porque en el primer caso, a
diferencia del segundo, el margen de apreciación del juez está técnica y
legalmente controlado y no puede obedecer, de ningún modo, ni a la
voluntad subjetiva del juez, ni a sus personales inclinaciones
partidarias. Menos aún, si tales inclinaciones son, posteriormente,
premiadas por los partidos agraciados que, como el Partido Popular,
ponen y quitan jueces a su antojo, a fin de eludir las responsabilidades
penales a las que deberían hacer frente.
De manera
que el problema no es tanto el de la politización de la justicia que, en
cierto modo, es inevitable, como el de la interferencia de los partidos
en la selección de los magistrados, vía CGPJ, obviando los criterios de
mérito y capacidad que han de presidir siempre el ejercicio de la
función pública. Y el problema es también, por supuesto, la actuación
concreta de los jueces y fiscales que se ponen voluntariamente al
servicio de tales partidos, a fin de conseguir ascensos, obtener
prebendas, o de alcanzar mayores cotas de poder e influencia. A estos
jueces y fiscales, igual que a los empresarios que participan
directamente en las tramas de corrupción, y que tienen nombres y
apellidos, hay que señalarles e imputarles del mismo modo que hay que
señalar e imputar a los políticos y partidos a los que fielmente sirven.
Desde luego, en este contexto, hay que destacar también la audacia y la
valentía con la que algunos jueces y fiscales están confrontando esta
auténtica "tangentopoli", este soborno de extraordinarias dimensiones
que estamos viviendo en España. Porque la gran oposición al Partido
Popular la están haciendo hoy los que, casi heroicamente, como ocurrió
en la Italia de las "Manos Limpias" (Mani Pulite), se han empeñado en
poner el foco sobre cientos de casos de corrupción, extorsión y
financiación ilegal. Ellos, y los medios de comunicación más críticos e
independientes que, como este mismo, han dado a estos casos un
seguimiento sin descanso.
Por suerte, en España no ha
habido todavía asesinatos ni suicidios asociados a estos procesos
judiciales, como sí los hubo en Italia, pero, no teman, porque a la
vista de la tranquilidad con la que el PP asume sus propias maniobras y
de la mezcla de confusión y calmachicha con la que las contemplan sus
aliados en el gobierno, no hay peligro de que los haya.
En fin, no hay duda de que en este país nos hace falta un Pacto de
Estado por la Justicia pero, lamentablemente, también es evidente que no
será fácil, dado que no se trata únicamente de abordar ciertas
decisiones normativas o de hacer algunos ajustes, sino que hay que
articular un mecanismo que consiga erradicar la cultura institucional
corrupta, clientelar y mafiosa, a la que nos han venido acostumbrando
los sucesivos gobiernos del Partido Popular. Y si, como parece, no
reaccionamos todos de forma responsable y contundente acabaremos
perpetuando un lodazal hediondo de efectos sistémicos y letales.
María Eugenia R. Palop
Profesora Titular de Filosofía del Derecho en la Universidad
Carlos III de Madrid. Investigadora en el Instituto de Estudios de
Género y en el Instituto de derechos humanos “Bartolomé de las Casas” de
la citada Universidad. En este último Instituto dirige la Cátedra
Norberto Bobbio de “Igualdad y No discriminación”, el Grupo de Estudios
Feministas y la Cátedra Unesco sobre violencia y derechos humanos. Ha
publicado las monografías "La nueva generación de derechos humanos.
Origen y justificación" (Dykinson, 2001 y 2010) y “Claves para entender
los nuevos derechos humanos” (Los Libros de la Catarata, 2011), así como
un buen número de libros en coautoría, artículos y trabajos sobre
movimientos sociales, reivindicaciones y derechos emergentes, intereses
colectivos y bienes comunes, ecología, feminismo, republicanismo, el
derecho al medio ambiente, al desarrollo y a la paz, los derechos de las
mujeres, el terrorismo y sus víctimas, justicia restaurativa y justicia
transicional.