Breve historia del Manual para viajeros por Espa ña
de Richard Ford
por Ian Robertson
El Manual para viajeros por España de Richard Ford se publicó por primera
vez en 1845. Desde entonces, ningún otro libro ha ejercido una influencia
comparable a la de esta obra prodigiosa en lo que hace a la percepción, por el
viajero culto inglés, del país al que ha quedado indisolublemente asociado el
nombre de Ford. Sin embargo, hasta la publicación a principios de la década de
1920 de Las cosas de España, traducción de Enrique de Mesa de Gatherings from
Spain, la colección de ensayos entresacados por el propio autor del Manual, a
Ford no lo conocían en España sino unos pocos afortunados. La mayoría de los
españoles aún tardarían en saber del Manual, que no sería publicado, y solo de
forma parcial (a falta de las partes dedicadas a tres grandes provincias), hasta
medio siglo más tarde, en la admirable traducción de Jesús Pardo. La presente
edición, publicada con ocasión del sesquicentenario de la muerte del autor,
el 31 de agosto de 1858, es de hecho la primera íntegra en castellano de esta
inimitable obra maestra.
“Nunca antes se había presentado una proeza literaria tan grande bajo una
denominación tan modesta”, comentó sir William Stirling acerca del Manual
en su necrológica de Ford: “Ocupó de inmediato un lugar merecido” –seguía–
“entre los mejores libros de viajes, humor e historia –literaria, política y artística–
de la lengua inglesa”, y así sigue considerándolo hoy día el lector exigente. En
verdad, el tiempo en modo alguno ha debilitado el vigor del atractivo estilo
de Ford, ni amortiguado la chispeante perspicacia de sus apreciaciones críticas
que, como los propios españoles serían los primeros en admitir, siguen siendo
hoy en muchos casos tan acertadas como cuando se pusieron por primera vez
por escrito.
Hijo primogénito del distinguido magistrado sir Richard Ford, mejor conocido
acaso como el creador de la policía montada de Londres, Richard Ford nació en
Sloane Street, Chelsea, el 21 de abril de 1796. Su madre, lady Ford, cuyo padre
había sido administrador de la East India Company, era una artista aficionada
de cierto talento, y enviudó en 1806. El joven Richard sobrellevó todos los
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rigores de la acostumbrada educación en Winchester y Trinity College, Oxford,
antes de estudiar Derecho; pero, aunque se licenció como abogado, nunca llegó a
ejercer: sus intereses eran de orden estético más que legal. De gustos refinados y
con medios de fortuna propios, entre 1815 y 1822 hizo varios viajes por Europa,
durante los cuales empezó a coleccionar grabados y obras de arte. En 1824,
se casó con Harriet Capel, hija natural –y única– de George, quinto conde de
Essex, quien fuera amigo de su padre.1
En octubre de 1830, Ford y su incipiente familia zarparon hacia Andalucía, con
la esperanza de que su clima menos riguroso propiciase la mejoría del delicado
estado de salud de su esposa. Pasaron los siguientes tres inviernos en Sevilla, y los
correspondientes veranos en Granada, antes de regresar a Inglaterra en octubre
de 1833. Durante sus tres años en España, Ford hizo numerosas excursiones por
toda Andalucía, y llevó a cabo tres expediciones exploratorias más extensas.
En la primera de ellas siguió la carretera a Madrid a través de La Mancha, y
regresó vía Talavera, Mérida y Badajoz.2 En la capital, Ford solía alojarse en casa
de su amigo de toda la vida Henry Unwin Addington, por entonces enviado
plenipotenciario británico en Madrid. Pasó así muchas horas felices admirando,
entre otras obras maestras del Museo del Prado, los cuadros de Velázquez, “en
toda su proteica variedad”, que nunca dejaron de reclamar toda su atención. Por
descontado, hizo excursiones a Toledo, Segovia y a El Escorial.
En el otoño de 1831, Ford y su mujer viajaron de Granada a Valencia para
desde allí subir en diligencia bordeando el litoral hasta Barcelona, y luego
visitar Zaragoza y Madrid en el viaje de regreso. En mayo del año siguiente,
Ford se dirigió a caballo hacia el norte, vía Río Tinto y Mérida, para ver el
puente romano de Alcántara. Desde Plasencia, después de desviarse por Yuste,
su ruta siguió por Ciudad Rodrigo, Salamanca, Santiago de Compostela,
Oviedo y León, y de allí a Valladolid. No puede sorprender que dijera que una
expedición a caballo por España resultaba, para un civil, “casi el equivalente
a servir una campaña”. A continuación se dirigió en diligencia a Bilbao, por
Burgos y Vitoria, y de vuelta a Sevilla, vía Madrid. Siempre que le era posible,
su curiosidad llevaba a Ford a visitar, para poder luego describirlos en detalle,
los escenarios de las batallas de la Guerra de la Independencia, libradas apenas
treinta años antes, y cuyo recuerdo aún seguía vivo en la mente de muchos
de sus contemporáneos, hubiesen tomado parte o no en esa larga contienda.
Durante estos largos recorridos, Ford tomaba nota de todo lo que veía y oía en
una serie de cuadernos, que llenó con descripciones de los monumentos y obras
de arte que más le habían llamado la atención, y que más tarde le resultarían
1 Los lectores interesados en más pormenores biográficos podrán hallarlos en mi Richard Ford
1796-1858: Hispanophile, Connoisseur and Critic (Michael Russell, 2004), que también incluye una
bibliografía de la obra de Ford.
2 Véase el mapa de las pp. xiv-xv, con los distintos itinerarios de Ford por España entre 1830 y 1833.
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de inestimable ayuda. También era un consumado artista aficionado, como
su esposa Harriet, y durante su estancia en España realizó más de quinientos
bocetos y acuarelas, varios de ellos durante estas expediciones, aunque la mayor
parte los dibujó mientras residía en Granada y Sevilla.3
A principios de 1834, Ford y Harriet se separaron en términos amistosos y él
se instaló en Exeter (Devonshire), antes de comprar en el pueblo adyacente de
Heavitree una casa que habría de albergar la valiosa colección de libros españoles
que había iniciado en España, junto con unos cuantos lienzos que también
había adquirido allí. Entre estos había obras de Murillo, Ribalta y Zurbarán,
aunque vendería varios más adelante, observando que “el placer se halla en la
adquisición, no en la posesión”. Ford le daba vueltas a la idea de escribir un
libro acerca de su estancia en España. Como él mismo admitió: “Me entretengo
mucho con mis libros españoles antiguos, y mis viejos recuerdos de España, y
siempre tengo la pluma a mano”. Si bien su intención era elaborar “una especie
de puchero, una olla andaluza” que describiera sin tapujos los aspectos del país
que había podido observar en persona –sin el lastre actual de lo políticamente
correcto, que Ford hubiera considerado pura hipocresía–, no había previsto la
reacción que suscitaron sus primeros borradores. Así, en respuesta a las críticas
de Addington, comentó: “Su carta ha hecho que me quede sin aliento en el
pecho, sin tinta en la pluma, sin pluma en la mano”. Ford adujo, para excusar
su franqueza: “Tenía la impresión de resultar ante todo amigo de los españoles.
No creo que sean valientes ni románticos, pero sí que poseen muchas cualidades
más que excelentes, y las hubiera alabado convenientemente todas ellas…”; y
añadió: “Quiero escribir un libro entretenido, que instruya, y por encima de
todo, que sea caballeroso”. Dejando el proyecto de lado por el momento, Ford
buscó desahogo a su entusiasmo en el trazado de su jardín y la erección de
un pabellón de verano de estilo morisco en Heavitree, tras lo cual volvió a
su escritorio para enfrascarse en la redacción de los primeros artículos de la
cincuentena de importantes ensayos y reseñas de libros, predominantemente
de asunto español, que iría publicando a lo largo de las siguientes décadas,
la mayoría en el Quarterly Review de John Murray. Entre estos se hallaba An
Historical Enquiry into the Unchangeable Character of a War in Spain,4 un enérgico
panfleto de setenta y seis páginas que supuso añadir leña tory a la hoguera de la
polémica, que por entonces causaba furor, sobre la intervención británica en la
3 Véase La Sevilla de Richard Ford, 1830-1833 (Fundación El Monte, Sevilla, 2007), catálogo
notablemente bien ilustrado de la exposición de mismo nombre, que incluye diecisiete ensayos
muy informativos de Thomas Bean, Ian Robertson, así como –entre los muchos contribuidores
españoles– Javier Rodríguez Barberán y Antonio Giménez Cruz, y que constituye una nueva prueba
de la creciente consideración en que es tenido Ford en España.
4 Traducido por Antonio Giménez Cruz como Los españoles y la guerra. Análisis histórico sobre la
Primera Guerra Carlista y acerca del invariable carácter de las guerras en España, Ediciones Tayo, 1990.
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Primera Guerra Carlista. Al año siguiente, la publicación de su extensa reseña
de Excursions in the Mountains of Ronda and Granada de Rochfort Scott asentó la
creciente reputación de Ford como experto conocedor de España.5 En el otoño
de 1839, Murray le pidió consejo sobre a quién encomendarle la elaboración de
un Hand-Book for Spain destinado a la incipiente colección de guías de bolsillo
que había lanzado, escritas y editadas por su hijo, John Murray III. Ford no
pudo evitar tragarse el anzuelo y, medio en broma, declaró que la escribiría él
mismo, para luego no volver a pensar en el asunto hasta que recibió el encargo
en firme.
Entretanto, Harriet, que nunca había gozado de buena salud, había muerto de
forma repentina en Londres en mayo de 1837, dejándole a Ford el cuidado de
criar a sus tres hijos, dos niñas y un muchacho. En febrero de 1838, Ford contrajo
segundas nupcias con la honorable Elizabeth Cranstoun, quien resultaría una
madrastra cariñosa para sus hijos, además de darle otra hija en 1840.
En septiembre de 1840, de regreso de un largo viaje por Europa, Ford le
confirmó por carta a Addington que se había comprometido formalmente a
escribir el Manual, pero no fue hasta noviembre, ya en Heavitree, cuando se
puso por fin a ello, y aun así de forma esporádica, ya que las interrupciones eran
frecuentes. Entre estas, las visitas de Pascual de Gayangos, “hispanista y arabista
de primera fila”, con quien Ford tuvo trato muchos años, y George Borrow (“Mi
estimado Don Jorge”), que se había dirigido inicialmente a John Murray para
ver la posibilidad de que publicara su The Zincali: or, An Account of the Gypsies of
Spain, libro que el reticente editor había acabado por someter al juicio de Ford.
Gracias en buena medida al consejo y constantes ánimos de Ford, Borrow se
puso a trabajar en serio en su The Bible in Spain.6 Es posible que fuera el darse
cuenta de la calidad de la obra de Borrow lo que le infundiera renovados bríos
a Ford, incitándolo a escribir una guía más ambiciosa, más amplia y detallada
de lo que había previsto en un principio; al fin y al cabo, “había recorrido los
mismos caminos, pero sin los folletos…”.7 Los dos libros de Borrow merecieron
5 Podrá hallarse más información sobre Rochfort Scott, y otros muchos viajeros ingleses tempranos
por España, en mi libro Los curiosos impertinentes (Editora Nacional, 1977; nueva edición, Serbal y
csic, 1988). Entre las principales relaciones de viajes por España traducidas al castellano desde
entonces se hallan Viaje por España en la época de Carlos III de Townsend, traducido por Javier Portus
con introducción mía (Turner, 1988); Cartas de España, de Jardine, traducido y prologado por José
Francisco Pérez Berenguel (Universidad de Alicante, 2001); Viajes por el sur: cartas escritas entre
1809 y 1810, de Jacob, traducido y prologado por Rocío Plaza Orellana (Portada, 2002); y Viaje de
Londres a Génova, de Baretti, traducido y prologado por Soledad Martínez de Pinillos Ruiz (Reino
de Redonda, 2005).
6 En traducción de Manuel Azaña, Los Zincali (Ediciones de Nave) y La Biblia en España ( Jiménez-
Fraud) aparecieron en castellano en 1932 y 1921, respectivamente.
7 Juego de palabras intraducible entre tracks (caminos, pistas) y tracts (folletos, panfletos), que hace
alusión al propósito evangelizador de la visita a España de Borrow, por cuenta de The Bible Society
[N. del T.]
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elogiosas reseñas de Ford, cuyo contagioso entusiasmo es bien evidente en
ellas. Los dos autores tenían en común muchas experiencias en España, donde
“incluso en las circunstancias más favorables el caminante debe ir armado como
si fuera de campaña”, donde “la zamarra y la badana resisten a unas zarzas
que desgarrarían sotana y manguitos”.8 Ford animó insistentemente a Borrow a
escribir su autobiografía, pero este era un personaje complejo, temperamental y
susceptible, y muy de albergar resentimientos; para 1851, fecha de la publicación
tardía de Lavengro, que decepcionó a la crítica y que Ford no se molestó en
reseñar, la amistad entre los dos se había enfriado.
Aunque Ford había estimado que sólo le tomaría seis meses completar el
Manual, la enorme tarea le exigiría a la postre mucho más tiempo. Como era
por entonces práctica habitual, Ford fue recibiendo regularmente galeradas para
su revisión y corrección, en un laborioso proceso que se convertiría en parte
inexcusable de su vida durante varios años. En abril de 1841, informando del
progreso de la obra a Addington, a quien le había estado enviando borradores de
los temperamentales ensayos introductorios, Ford le explicó que la idea de estos
se le había ocurrido sobre la marcha: “Me parece que el viajero alojado en una
venta me agradecerá algo de lectura entretenida […] y espero ofrecerle un atisbo
veraz de las costumbres españolas”. En noviembre siguiente, Ford escribía que
“pensaba sacar el primer volumen, el preliminar y más difícil, para principios
de primavera […] El siguiente volumen será más mecánico y prosaico, que es lo
que quiere Murray; y más tonto soy yo por tomarme tanto trabajo. He estado
echando perlas en forma de artículos al pesebre que viene a ser una guía. Sin
embargo, habrá buenas cosas en ella”. El progreso fue lento, pero, para finales
de febrero de 1843, Ford prácticamente había concluido lo que llamaba “mi
pasatiempo personal, y he rellenado un almiar de resmas hablando del pasado
y presente de España: antigüedades, arte, historia, costumbres, paisajes, batallas,
qué sé yo. Ahora viene lo difícil: podar todo lo bueno y hervir el resto a fuego
lento hasta que quede reducido a una hoja de ruta”. Ford siguió acortando y
enmendando su texto a lo largo de los siguientes meses, y no fue hasta mediados
de octubre cuando, tras mucho “hervir y volver a hervir a fuego lento”, anunció
que había “dividido en secciones y rutas, y paginado” el Manual, declarando
confiadamente que la impresión empezaría en cuanto entregara el original. El
parto lo había dejado exhausto. Aunque había resultado “un enorme placer,
una gran ocupación”, la tarea de recopilación había resultado casi en exceso
rigurosa, pues –como se lamentó a Addington– “la mente no debería estar
nunca sometida a un esfuerzo perpetuo”, a lo que añadió: “Por fortuna no hay
8 Los manguitos de lino (lawn) y la sotana (cassock), prendas habituales de la vestimenta de los pastores
protestantes aluden, de nuevo, por contraste con los atavíos del pastor, a los viajes evangelizadores
de Borrow [N. del T.]
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ningún San Yuste [sic] en esta tierra protestante, o […] podría sentir la tentación
de hacerme ermitaño y dedicarme a pasar las cuentas del rosario”. Con todo,
en mayo de 1844 Ford estaba en condiciones de anunciar que el Manual se
hallaba imprimiéndose, e iba por la página 264; sin embargo, la costumbre tan
española del “vuelva usted mañana” parecía haber arraigado en las oficinas de
Murray en Albemarle Street. Aunque en septiembre aún seguían llegándole
galeradas a Addington para su atento examen, complejas razones explicaban la
demora. Por lo que se refería al joven Murray, la dilación obedecía no sólo al
reciente fallecimiento de su padre, sino a su preocupación cada vez mayor por
la extensión del libro, que además a duras penas respondía a sus expectativas:
era demasiado divagador y porfiado, y contenía demasiadas críticas en exceso
mordaces, que podrían herir las susceptibilidades españolas, aunque no fuera esa
su intención. Ford argumentó que, en la misma medida en que España resultaba
una anomalía, el Manual, como reflejo de ella, debía por fuerza apartarse algún
tanto de las demás guías. Así, por ejemplo, en lo concerniente a sus descripciones
de los hechos de la Guerra de la Independencia española –uno de los aspectos
de mayor interés para los ingleses que por entonces visitaban el país–, insistió
en que era necesario contarles “la verdad, y lo que dice el Duque [...] porque los
libros franceses y españoles están repletos de embustes tremendos”. Tras largas
discusiones, y aunque ya se habían impreso 768 páginas, Ford acabó plegándose
al punto de vista de sus asesores, y aceptó que se destruyera prácticamente
toda la tirada, una operación financieramente muy onerosa, puesto que el
coste, que él sufragó, ascendió a quinientas noventa libras, y absorbió todos los
derechos que Ford hubiera percibido por la venta de la edición. Pero, como el
autor escribió en uno de los escasos ejemplares supervivientes de esta edición
“cancelada”, que obsequió a un amigo íntimo, si hubo que suprimirla fue porque
“ciertas verdades se decían con excesiva crudeza y pudieran haber ofendido a
los españoles y franceses. No es que la obra hubiera sido concebida para ellos,
ni que diera satisfacción a unos o a otros después de ser suavizada”.9
Tras llevar a cabo numerosos cambios, tarea de por sí mortificante, Ford se
encontró al fin “trabajando como un forzado en el índice, que es tarea terriblemente
pesada, pero que nadie puede hacer mejor que el autor”. Finalmente, el 18 de
julio de 1845 se ponía en venta el Manual para viajeros por España y lectores en
casa, 1.064 páginas en dos gruesos volúmenes en octavo, causando de inmediato
toda una sensación. En cosa de días, Ford era la comidilla de todos los salones,
como autor perspicaz y lúcido de la descripción más completa y fidedigna
de España jamás publicada, y que además difícilmente podría ser superada
9 Véase lámina 14 (p. 150). Puede consultarse una relación de variantes textuales en el estudio de
Thomas Bean, Richard Ford, A Hand-Book for Travellers in Spain: The Suppressed and 1845 Editions, 1991,
dactilografía depositada en varias bibliotecas británicas.
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algún día. Tanto el autor como el editor tuvieron pronto razones sobradas para
estar satisfechos de la acogida y venta de la obra: el día de su publicación se
vendieron seiscientos ejemplares y, a finales de año, a Murray sólo le quedaban
en almacén doscientos de los dos mil de la tirada, y ello a pesar del precio de
venta relativamente elevado de treinta chelines, que, junto a la extensión de la
obra, limitaban un tanto sus posibilidades de venta general.
La única decepción seria que tuvo Ford resultó de la aparente incapacidad
de Borrow para redactar una reseña adecuada. La que sometió al Quarterly no
era sino una diatriba irrelevante contra España en general, y fue rechazada
por el editor con toda razón, aun cuando Borrow reconociera en ella que el
Manual era una “obra de primerísimo orden”, manifestara su aprecio por la
“férrea voluntad” necesaria para llevar a cabo la tarea, y elogiase el estilo “ágil
y cautivador” de Ford.10
Al poco tiempo, Murray proponía una segunda edición, pero estipulaba
que habría que reducir la obra a un solo volumen, como los demás de la
colección. Tras un intenso intercambio epistolar, y varias discusiones acerca
de otras posibles opciones, se llegó al acuerdo de eliminar muchas de las
secciones preliminares de naturaleza no topográfica, que constituirían la base
de un volumen independiente de ensayos que, con la adición de material
nuevo, debería venderse bien. La recopilación resultante, Gatherings from Spain,
apareció en los últimos días de 1846 en la colección “The Home and Colonial
Library” de Murray. Como apuntaba Ford en el prefacio, podría ofrecer “unas
cuantas horas de esparcimiento, y acaso también de instrucción, a quienes se
quedaran en casa”.11
La segunda edición del Manual, abreviada aunque aún con cerca de setecientas
páginas, se aproximaba más a lo que quería Murray, al resultar “más conveniente
para su transporte y consulta durante el viaje que dos tomos”, y apareció el año
siguiente. Como observara Ford, “la literatura ha de correr pareja con los medios
de locomoción, y aquellos que leen al tiempo que viajan en ferrocarril necesitan
que el alimento físico y espiritual les llegue en expreso, y tan condensado y
portátil como la sopa”, y sin chismes políticos, ni polémicas, etc. Pero, como
Ford le decía bromeando a su editor: “estoy convencido de que vendimos
nuestro primer libro por cuenta precisamente de esos mismos defectos, porque
eran picantes”; por consiguiente, “si el libro (2ª ed.) es aburrido y útil, ¡la culpa
10 Hay una buena descripción de la relación de Ford y Borrow en el estudio de Antonio Giménez
Cruz ¡Cosas de los ingleses! La España vivida y soñada en la correspondencia entre George Borrow y Richard
Ford (Editorial Complutense, 1997).
11 Traducido por Enrique de Mesa como Las cosas de España ( Jiménez-Fraud, 1922), ha habido
reediciones posteriores, con prólogo de Gerald Brenan (Turner, 1974) y Emilio Soler Pascual
(Ediciones B, 2004). La edición inglesa más reciente, con introducción e índice anotado míos, es
de 2000.
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es en parte suya!”. A Murray debió de pasarle inadvertida una frase incluida
subrepticiamente en las Observaciones preliminares, en la que el autor afirmaba
que era por “la primera edición” por la que “rogaba se le juzgase como escritor
acerca de las cosas de España, pues muchas son las florecillas silvestres ibéricas
que han sido arrancadas, para que a nadie le tiente salirse de la árida carretera,
y aun más las ‘viejas piedras’ de la Antigüedad que se han quitado de en medio,
para no obstaculizar la rápida llegada del viajero a esos lugares donde nadie
lo espera, y donde la respuesta a sus peticiones de información será, reiterado
como el cuco, el ‘no sé’ nacional”.
Por desgracia, la mujer de Ford, cuya salud ya venía dándole motivos de
inquietud, murió de tuberculosis a los cuarenta años, en 1849. Dos años más tarde,
Ford se casaba con Mary Molesworth; tenía ya cincuenta y cinco años, y ella
veinte menos. Aunque la mayor parte de su tiempo juntos lo pasaron en Londres,
donde Ford había heredado la casa de su madre, para 1854 estaban de vuelta en
Heavitree donde, como le escribió a Addington: “Nos hemos dedicado a ruralizar
y a rusticar desde que huimos de la irrespirable y pestífera ciudad”. A lo largo de la
década anterior, en Londres como en Devonshire, rara vez había estado ociosa la
pluma de Ford, produciendo un flujo constante de artículos eruditos sobre temas
diversos, además de una serie de perspicaces reseñas de libros contemporáneos.
Estas, en las que conseguía hacer partícipe al lector de su inmensa erudición de
la forma más modesta, y con una prosa de lo más cautivadora, lo convirtieron
en uno de los críticos más eminentes de su época en un campo que había hecho
suyo por derecho: es algo de lamentar, y muy inmerecido, que nadie las conozca
ya hoy. Uno de los muchos turistas que siguieron sus pasos, al poner por escrito
su propio viaje por España, admitió que: “Si por un casual Mr. Ford llegara a
echarle un vistazo a esto, acaso se daría cuenta de que varios de los ingredientes
los he sisado de su propia despensa, y probablemente los haya echado a perder
en mi guiso. Cuando se tiene por compañero de viaje a un autor tan enérgico
y ocurrente, no puede uno por menos que apropiarse de sus pensamientos, y
‘asimilarlos’...”: no todos serían igual de honrados.
La preparación de la tercera edición del Manual le ocupó comparativamente
menos tiempo a Ford en su última década de vida. De nuevo en dos volúmenes,
se publicó por fin en julio de 1855. Ford no supo resistirse a reintroducir en
su magistral obra, aunque sin mencionarlo, algunos de los pasajes suprimidos
de la edición “cancelada”, además de ampliar muchas descripciones gráficas
y añadir varios lugares anteriormente pasados por alto. Raras veces modera
la mordacidad de sus críticas, incluso cuando se trata de información o
especulaciones procedentes indirectamente de corresponsales tan fiables como
Gayangos, de entre varios viajeros recientes. Aunque puede que esta edición
sea su “última palabra” en la materia, es en la primera donde sus descripciones
y observaciones perennemente vivas aparecen en su forma más espontánea
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y estimulante, si bien las dos constituyen soberbias muestras de su erudición,
inimitable ingenio, y capacidad de interpretar con exactitud los muchos aspectos
de un país y de un pueblo por los que tanto afecto sentía.
Pero Ford padecía una nefritis crónica, que le afectó la vista, y a finales de
1857 se quejaba de sentirse “muy cansado”. Su salud decayó de forma muy
notable en julio siguiente, y el final llegó el 31 de agosto de 1858. Su sencillo
funeral tuvo lugar en Heavitree, donde se grabó algo después en su lápida la
inscripción rerum hispaniæ indagator acerrimus, como bien correspondía al
más entusiasta explorador de las cosas de España.
William Stirling dijo de su estilo como escritor que era “como su conversación:
animado, epigramático y digresivo, impregnado de pensamiento, y de humor
chispeante”. Autor de rara expresividad, transportó a sus lectores contemporáneos
a un mundo nuevo, confiriéndole otra dimensión a España. Como en cierta
ocasión observara sobre el Manual lord Carnarvon, Ford “supo trasladar a sus
brillantes y fidedignas páginas esa viva apreciación tan singularmente suya de
todo lo característicamente español. España vive en su libro, revestida de su
inimitable y peculiar colorido”. ¡Qué satisfecho hubiera estado Ford de haber
sabido que su obra maestra se publicaría algún día íntegra en español, aunque
fuese de forma tardía!
La influencia del Manual ha sido honda. Estableció de forma definitiva
numerosos aspectos de lo que había de ser una visión informada de España.
Ford le dio al país otra dimensión, muy distinta del estereotipo romántico creado
por Mérimée y su Carmen, por Dumas, Gautier, el “conformista” Washington
Irving o Henry Inglis, por ejemplo. Este último es típico de esa clase de crédulos
escritores de viajes que, según Ford, como las golondrinas que pasan rozando
solo la superficie en busca de insectos, no ofrecían sino apuntes de la mala vida
y de gente de la peor calaña, sazonados con anécdotas de carretera y noticias
de postillón, dándole a España peor fama de la merecida, al hacer pasar una
caricatura convencional por un retrato fiel.
Ford también ha tenido sus detractores y sus críticos, que lo han denigrado
por ser tan porfiado, poniéndole reparos a su elitismo, a sus premoniciones de
que la democracia rampante iba a acabar pisoteando todo lo que le era caro;
pero su integridad al referir la verdad tal y como la veía nunca ha podido ser
impugnada. No toleraba la menor forma de hipocresía ni pedantería, por lo que
los académicos polvorientos han preferido ignorarlo, en su propio detrimento.
Ha habido españoles que han considerado que sus opiniones las dictaba la
envidia, que sus advertencias eran improcedentes, y gratuitos sus mordaces
comentarios críticos sobre su país, y que inducían a error. Sin embargo, todos
estarían de acuerdo en que, estén justificados del todo o no estos reparos, a Ford
España lo cautivó de por vida. Como él mismo admitió en una carta inédita
enviada desde París durante su viaje de regreso de la Península Ibérica, a la que
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nunca había de volver: “Siento una extraña añoranza de España. ‘Con todos sus
defectos, aún la quiero”.
Murray publicó la cuarta edición del Manual en 1869, y la novena y última
en 1898, pero estas poco tenían ya que ver con la obra de Ford: revisadas de
forma drástica por una sucesión de editores que llevaron a cabo expurgaciones
al por mayor y diversas “mejoras”, fueron volviéndose poco a poco cada vez
más parecidas a las guías modernas, incorporando líneas férreas y planos de
ciudades junto con relaciones de comercios y hoteles. Se parecen más bien
poco a la obra original por la que se hacen pasar, y difícilmente puede uno
recomendarlas. Por repetir una de las tersas frases del propio Ford, son “como
el Niágara filtrado a través de una bolsa de gelatina”.
Hasta 1966 no volvió a publicarse el texto de 1845, compuesto nuevamente en
un cuerpo muy legible a partir del ejemplar corregido del propio Ford, en una
edición en tres volúmenes a cargo de Centaur Press, que es en la que se basa
esta traducción. Esta reedición propició una sucesión de artículos en español de
muy variada calidad sobre Ford, además de unos cuantos estudios magistrales
en inglés acerca de distintos aspectos de su vida y obra, entre los que destacan
en particular los de Thomas Bean, a quien deseo agradecer de forma expresa su
generosa ayuda en la elaboración de esta Introducción.