El cortijo de los desposeídos
Miles de trabajadores inmigrantes malviven sin luz ni agua corriente camuflados entre los invernaderos de Almería
San Isidro
“Vivir aquí es una mierda”. Mussa sobrevive desde hace años hacinado
en un cortijo abandonado, sin luz, agua corriente ni esperanza. Cada
mañana, a las siete y media se planta en la rotonda de San Isidro de
Níjar y espera a que algún “jefe” de los invernaderos pare y le ofrezca
un jornal. Así, buscándose la vida desde hace ocho años, cuando llegó a
España. Como él, miles de trabajadores viven en decenas de asentamientos
y cortijos abandonados y camuflados entre los plásticos del campo
almeriense, según el recuento de las organizaciones que trabajan con los
migrantes. Son trabajadores indigentes, que sacan adelante y en
resignado silencio las cosechas que venden en los supermercados de media
Europa. Este es el Calais español, invisible a ojos de unas autoridades que miran hacia otro lado.
Cae la tarde y van llegando al cortijo de Mussa (nombre ficticio) un goteo de subsaharianos montados en bicicleta, agotados y cubiertos de polvo. Da comienzo entonces el trasiego de cubos de agua para lavarse detrás de una tela roja a cielo abierto. Una persona, un cubo. Es la ley no escrita y exótica en un país en el que el agua sale del grifo como por arte de magia. Después un trabajador cocinará para todos en un hornillo mugriento y quedarán listos para dormir amontonados en un sótano lúgubre y helador.
En este cortijo hay gente de Mali, otros de Costa de Marfil y de
Mauritania. En el pueblo les llaman “los morenos”. Los hay que llegaron
en patera hace diez años y otros sorteando la valla de Melilla en el gran salto de hace un par de años.
Algunos tienen papeles y otros no. Hay un grupo que ha llegado hace
poco de un cortijo vecino, donde vivieron años dentro de un aljibe vacío
hasta que el dueño les echó hace unos días.
Luego llega Kamagate de recoger tomates cherry. Cuenta que desembarcó en Canarias en patera hace más de siete años en plena crisis de los cayucos. Eran tiempos de ilusión y de proyectos de vida que con los años se han tornado en amargura y resignación. Ha probado suerte con la agricultura por media España y piensa que el tajo de Almería es el peor de todos. “Pensé que esto iba a ser totalmente distinto, que en dos años tendría un buen trabajo. Casi no conozco a mi hija de ocho años. Mi cabeza no está tranquila”. Otro trabajador, también llegado a Canarias desde Malí explica que tiene papeles “porque un jefe bueno se los hizo”. En penumbra y sentado en una silla de hospital desvencijada hace recuento junto a sus compañeros de los días que han trabajado. Los que mantienen contactos bien engrasados con los “jefes” les llaman directamente el día que les necesitan. El resto son carne de rotonda. Explican que algunos dicen que no tienen papeles aunque los tengan para tener más posibilidades de trabajar. Cobran entre 30 y 35 euros por ocho horas de trabajo. Hablan de jefes buenos y jefes malos, de una arbitrariedad ajena a las condiciones de trabajo reguladas; como si aquí rigieran relaciones laborales propias de otra época.
Junto a los veteranos, los recién llegados que aún conservan el
entusiasmo. Como un chico de Costa de Marfil que asegura que llegó hace
cuatro meses en zodiac a Tarifa en el quinto intento. “Fue difícil, pero
gracias a Dios estoy aquí”. Dice que sí, que en su país los que vuelven
les dicen que la vida aquí no es fácil, pero también dice que llegan
con ropa nueva y cochazos y entonces no les creen. De momento no ha
conseguido trabajo más allá de alguna media jornada suelta. “Veo a mucha
gente que cada mañana sale a trabajar y pienso, un día yo también voy a
trabajar”.
Ya es noche cerrada, cuando dos coches de policía se presentan armando cierto escándalo en el cortijo. Han recibido una llamada alertándoles de una pelea, pero resulta que no es aquí. “Hace diez años los inmigrantes [sin papeles] corrían cuando veían a la policía, ahora ya no. ¿Para qué?”. Los agentes confirman que estos asentamientos están dejados de la mano de dios, que los trabajadores inmigrantes parecen no importarles a nadie y que los servicios sociales “están saturados y no pueden encargarse de esta gente”. Mientras el policía habla, un habitante del cortijo desdentado que ha perdido la cabeza pasa dando gritos. “Es una pena vivir así”, termina el agente.
A menos de una decena de kilómetros de este cortijo se esconde La Paula, un poblado chabolista construido con plásticos. Allí vive más de un centenar de marroquíes, conocidos en el pueblo como “los moros”. Se les ve caminando por la pista agrietada que une Paula con la carretera. Aquí, como a otros asentamientos no llega el transporte público. A la hora de la oración, los trabajadores van saliendo de sus casetas y rezan en la mezquita semienterrada y construida también con plásticos. En el muro de una nave abandonada se lee una pintada en árabe que más bien parece una broma de mal gusto: “Prohibido tirar basura”.
Cuentan en La Paula que llevan aquí muchos años. Que algunos se fueron a otras zonas de España a trabajar en la construcción, pero que la crisis les devolvió a la chabola, a la casilla de salida. “España es como Marruecos. Yo quiero ir a Berlín”, dice Mohamed. Llegó aquí hace nueve años y gana entre 600 y 900 euros al mes. El problema es que no hay trabajo todos los meses. Todos son hombres y la mayoría tiene papeles pero trabaja sin contrato. “Almería no da derechos a los extranjeros. Aquí trabajas 30 días y figuras cinco en nómina, o te pagan como media jornada”. Pero en general, aquí nadie tiene muchas ganas de hablar. ¿Para qué? No confían en que vaya a servir para nada. Son demasiados años de tozuda realidad como para fantasear con buenas noticias.
Falta texto, leer en El País.
Cae la tarde y van llegando al cortijo de Mussa (nombre ficticio) un goteo de subsaharianos montados en bicicleta, agotados y cubiertos de polvo. Da comienzo entonces el trasiego de cubos de agua para lavarse detrás de una tela roja a cielo abierto. Una persona, un cubo. Es la ley no escrita y exótica en un país en el que el agua sale del grifo como por arte de magia. Después un trabajador cocinará para todos en un hornillo mugriento y quedarán listos para dormir amontonados en un sótano lúgubre y helador.
Luego llega Kamagate de recoger tomates cherry. Cuenta que desembarcó en Canarias en patera hace más de siete años en plena crisis de los cayucos. Eran tiempos de ilusión y de proyectos de vida que con los años se han tornado en amargura y resignación. Ha probado suerte con la agricultura por media España y piensa que el tajo de Almería es el peor de todos. “Pensé que esto iba a ser totalmente distinto, que en dos años tendría un buen trabajo. Casi no conozco a mi hija de ocho años. Mi cabeza no está tranquila”. Otro trabajador, también llegado a Canarias desde Malí explica que tiene papeles “porque un jefe bueno se los hizo”. En penumbra y sentado en una silla de hospital desvencijada hace recuento junto a sus compañeros de los días que han trabajado. Los que mantienen contactos bien engrasados con los “jefes” les llaman directamente el día que les necesitan. El resto son carne de rotonda. Explican que algunos dicen que no tienen papeles aunque los tengan para tener más posibilidades de trabajar. Cobran entre 30 y 35 euros por ocho horas de trabajo. Hablan de jefes buenos y jefes malos, de una arbitrariedad ajena a las condiciones de trabajo reguladas; como si aquí rigieran relaciones laborales propias de otra época.
Ya es noche cerrada, cuando dos coches de policía se presentan armando cierto escándalo en el cortijo. Han recibido una llamada alertándoles de una pelea, pero resulta que no es aquí. “Hace diez años los inmigrantes [sin papeles] corrían cuando veían a la policía, ahora ya no. ¿Para qué?”. Los agentes confirman que estos asentamientos están dejados de la mano de dios, que los trabajadores inmigrantes parecen no importarles a nadie y que los servicios sociales “están saturados y no pueden encargarse de esta gente”. Mientras el policía habla, un habitante del cortijo desdentado que ha perdido la cabeza pasa dando gritos. “Es una pena vivir así”, termina el agente.
Recuperación económica
Un kilómetro escaso más allá, en otro cortijo abandonado, a los trabajadores les da la risa floja cuando se les pregunta por la recuperación económica,. “La recuperación no es para los inmigrantes, eso es para los ciudadanos. Todo el mundo lo sabe”, dice un joven con chándal y chancletas de plástico blanco sentado en una silla de oficina desahuciada. Unas flores sembradas en el orificio de una pila de neumáticos dan fe de los esfuerzos por adecentar el campamento. “Somos negros pero somos humanos”. Un trabajador con una bombona de butano en equilibrio inestable sobre la barra de una bicicleta entra en el recinto. Por momentos da la impresión de estar en otro país, en otro continente.A menos de una decena de kilómetros de este cortijo se esconde La Paula, un poblado chabolista construido con plásticos. Allí vive más de un centenar de marroquíes, conocidos en el pueblo como “los moros”. Se les ve caminando por la pista agrietada que une Paula con la carretera. Aquí, como a otros asentamientos no llega el transporte público. A la hora de la oración, los trabajadores van saliendo de sus casetas y rezan en la mezquita semienterrada y construida también con plásticos. En el muro de una nave abandonada se lee una pintada en árabe que más bien parece una broma de mal gusto: “Prohibido tirar basura”.
Cuentan en La Paula que llevan aquí muchos años. Que algunos se fueron a otras zonas de España a trabajar en la construcción, pero que la crisis les devolvió a la chabola, a la casilla de salida. “España es como Marruecos. Yo quiero ir a Berlín”, dice Mohamed. Llegó aquí hace nueve años y gana entre 600 y 900 euros al mes. El problema es que no hay trabajo todos los meses. Todos son hombres y la mayoría tiene papeles pero trabaja sin contrato. “Almería no da derechos a los extranjeros. Aquí trabajas 30 días y figuras cinco en nómina, o te pagan como media jornada”. Pero en general, aquí nadie tiene muchas ganas de hablar. ¿Para qué? No confían en que vaya a servir para nada. Son demasiados años de tozuda realidad como para fantasear con buenas noticias.