Carlos Herrera en ABC, 3 de mayo 2014
El cuento sindical
Cabría también preguntarse si los sindicatos consideran necesario realizar una mínima autocrítica
Día 03/05/2014 - 05.35h
AYER salieron a la calle. Los sindicatos.
Cuándo si no. Como viene ocurriendo en estos últimos años, la
convocatoria no fue seguida de forma masiva por trabajadores
concienciados de la desgracia que viven, de la tragedia que experimentan
como colectivo. Hay seis millones de parados, inestabilidad laboral,
empleos de calidad ínfima, sueldos en permanente recorte… razones todas
para que los trabajadores se manifiesten de forma tajante en las calles
de España reclamando un futuro que contenga un mínimo de esperanza. Sin
embargo, si se observan las imágenes de las diferentes manifestaciones
de ayer, no se aprecia una avalancha masiva de personas reivindicando
derechos elementales, entre los que se incluya el más elemental de
todos: ganarse dignamente la vida con un trabajo. Probablemente haya que
buscar la explicación en que los convocantes, los sindicatos, no
despiertan en la masa trabajadora un deseo de pertenencia y afinidad:
puede que sean considerados parte del sistema, una maraña de burocracia,
un saco de turbios intereses políticos.
Las centrales sindicales que ayer pidieron «un nuevo Plan Marshall para los trabajadores europeos» o «más derechos para los trabajadores de Bangladesh» son, a ojos de no pocos españoles, meros agentes políticos pertenecientes a una casta que lleva viviendo del cuento demasiados años. Muchos trabajadores están convencidos de que todos los que protagonizan la vida sindical no han dado un palo al agua en su vida y que, desde luego, los representantes laborales trabajan muy poco. No digamos el ejército de «liberados» que puebla el parque empresarial español. Para un trabajador sujeto a la inestabilidad laboral que se cuece en el paupérrimo empleo español, un sindicalista es parte de un parque humano instalado en oficialidad paralela. Efectivamente, también puede ser oficialidad quien combate contra ella.
Las centrales sindicales que ayer pidieron «un nuevo Plan Marshall para los trabajadores europeos» o «más derechos para los trabajadores de Bangladesh» son, a ojos de no pocos españoles, meros agentes políticos pertenecientes a una casta que lleva viviendo del cuento demasiados años. Muchos trabajadores están convencidos de que todos los que protagonizan la vida sindical no han dado un palo al agua en su vida y que, desde luego, los representantes laborales trabajan muy poco. No digamos el ejército de «liberados» que puebla el parque empresarial español. Para un trabajador sujeto a la inestabilidad laboral que se cuece en el paupérrimo empleo español, un sindicalista es parte de un parque humano instalado en oficialidad paralela. Efectivamente, también puede ser oficialidad quien combate contra ella.
Tras los diferentes actos de reafirmación de
ayer, cabría preguntarse varias cosas. Una de ellas es por el mundo
irreal en el que parecen vivir los grandes líderes sindicales y sus
diferentes correas de transmisión. Que a estas alturas alguien suponga
que la solución a la falta de empleo en Europa está en establecer un
mega-Plan E, dinero a fondo perdido a través de vaya usted a saber qué
mecanismos, significa que sus razonamientos precisan de una
imprescindible puesta a punto. La solución no parece estar en el
endeudamiento, pero, ¡en fin!, no me voy a meter en eso. Cabría también
preguntarse si los sindicatos consideran necesario, en algún momento del
devenir, realizar una mínima autocrítica o reconocer algún atisbo de
culpa en los procesos de corrupción en los que están involucrados
judicialmente, desde los ERE andaluces hasta los Cursos de Formación en
los que parece haberse distraído una nada despreciable cantidad de
dinero. Y cabría inquirir, asimismo, si antes o después de los
atardeceres prodigiosos de primavera cualquier líder sindical ha hecho
acto alguno de contrición por haber sido mano derecha de los gobiernos
de Rodríguez Zapatero y su contrastada pereza e ineptitud para afrontar
los primeros –y segundos– compases de la crisis, esa que dejaba parados
por doquier sin que levantaran la voz más de lo teatralmente
imprescindible.
Tienen razón cuando afirman que muchos
empresarios son una partida de incompetentes e impotentes. Algunos, por
ejemplo, se atreven a sugerir bajadas de salario mínimo y acusan a los
trabajadores de «no servir para nada», como recientemente manifestó una
individua que ya recibió lo suyo por semejante impertinencia. No todo el
mundo sabe hacer bien su trabajo. Pero a muchos nos gustaría saber qué
tales empresarios serían ellos, cómo manejarían sus empresas en
pavorosos escenarios de crisis, cómo solventarían problemas derivados de
la falta de competitividad y, sobre todo, qué tipo de indemnizaciones
proveerían para los compañeros de los que hubieran de prescindir, ya que
los que ellos aplican en el sindicato claman al cielo. Menudos figuras.