(Hay que ser flexible a la hora de leer ante el ordenador)
Uno escribe con
mucha fatiguita porque cree y piensa que su mensaje a alguien le puede interesar
o le puede abrir los ojos, no por la vanidad de ser leído,
sino para abrir los ojos sobre lo todo, en lo que uno cree es especialista: en la vida, en observar la
sociedad de la que estamos rodeados.
Pero el escritor o
el escribidor, no sabe quién es el lector que, cómodamente en su ordenador o en
su sofá, o como esta guapa contorsionista, nos lee. Y esto medra, da miedo, te incomoda y a la vez te hace mejorar
y tener más cuidado con lo que se escribe, para no molestar o insultar a ninguna
inteligencia física o intelectual. Ya quisiera uno ser como Antonio Burgos (1943-) que
escribe a piñón fijo en el ACB desde que el estaban poniéndole los cimientos a la Giralda, sobre lo que le parece o le viene a la cabezas o de lo que está en el punto de mira de la actualidad, por no decir en la punta de la
ametralladora antiaérea.
Diego Celemencín,
murciano y comentarista de El Quijote
se tiró más de diez años escribiendo con una erudición envidiable sobre el la Literatura de los siglos XV y XVI, y no le conoce nadie. En cambio, si hubiera
empleado el tiempo es escribir alguna novela, aunque hubiera sido costumbrista, porque saber sabía más que
Nebrija, hubiera sido conocido, o estaría en algún diccionario de Literatura. Pero
este es el problema de los ensayista, que son sesudos estudiosos desconocidos,
sin obra propia.
Mariano José de Larra (1809-1837) en “Fígaro”, se preguntó
sobre quién era “publico”:
Esa voz «público», que todos traen en boca, siempre en apoyo de sus
opiniones, ese comodín de todos los partidos, de todos los pareceres, ¿es una
palabra vana de sentido, o es un ente real y efectivo? Según lo mucho que se
habla de él, según el papelón que hace en el mundo, según los epítetos que se
le prodigan y las consideraciones que se le guardan, parece que debe de ser
alguien. El público es «ilustrado», el público es «indulgente», el
público es «imparcial», el público es «respetable»: no hay duda, pues, en que
existe el público. En este supuesto, «¿quién es el público y dónde se le
encuentra?»
De igual manera yo me pregunto quienes son los lectores que
desde el ordenador cazan unas frases en Googel, pinchan y te leen, al menos el
titular. Porque todo el texto puede ser un desierto que no le provoque interés
y por el contrario, le produzca tormenta de arena en los ojos.
Es como los correos electrónicos, uno los dirige a alguien
pero no tiene constancia de si lo ha abierto y leído.
En Facebook pasa lo mismo, puede que te leen pero que no te digas si les gusta
o no les gusta el tema. Y si es un libro idem de lo mismo: silencio y pitos.
Actualmente el lector no tiene tiempo de atender a todo lo que le llega, carece
de capacidad de atención, es como si viviera dentro un TBO o en un videojuego. Los escribidores nos convertimos en unos “giliputiense” de un botón más del teclado o "hosting" de sus ordenador o computadora.
¿Quiénes son mis lectores? Pues no tengo ni ideas, e incluso
quizás el no saberlo me favorezca. No se sabe, nada es absoluto, además cada
cual tiene su ética y su moral. Como
dice el profesor Claudio Gutiérrez:
En relación al contenido, ética y moral son
más bien coincidentes: ambas se refieren a cuestiones de valor, es
decir, a lo que consideramos bueno y lo que consideramos malo, lo que debemos
aprobar, alabar o estimular, y lo que debemos más bien reprobar, condenar o
tratar de evitar. La ética y la moral se refieren a lo que debe ser,
discriminan entre acciones aceptables e inaceptables.
Por ello, desde aquí
pido disculpas a mis lectores, si es tengo alguno, por estas exposiciones que
nadie está obligado a leer, si siquiera en el mes de agosto, vacacional, caluroso,
playero o de montaña, en ese lugar idílico y preconcebido que luego resulta ser
de los más aburrido, pertinaz y tedioso de lo común. Otros no han podido
tomarse unos días de asueto porque están trabajando y prefieren la soledad de las
ciudades y pueblos de interior abrigados como la piel de un oso.
De vez en cuando el escritor debe meter la cabeza en la palangana para refrescarse, y mirar al mundo por el espejo retroviso para que por el parabrias porque, a veces, la vanidad nos pone ciegos como ese borracho que llevaba tatuado el escudo de la Legión en un brazo. "Buenas tardes, señores, vayan ustedes mucho con Dios" diría un catizo sevillano como ese poeta macareno que se enamoró a una Santa de la capilla de una iglesia y se quería casar con ellas, pero los curas no quisieron porque el poeta no tenía parné.
De vez en cuando el escritor debe meter la cabeza en la palangana para refrescarse, y mirar al mundo por el espejo retroviso para que por el parabrias porque, a veces, la vanidad nos pone ciegos como ese borracho que llevaba tatuado el escudo de la Legión en un brazo. "Buenas tardes, señores, vayan ustedes mucho con Dios" diría un catizo sevillano como ese poeta macareno que se enamoró a una Santa de la capilla de una iglesia y se quería casar con ellas, pero los curas no quisieron porque el poeta no tenía parné.
Ramón Fernández Palmeral
Agosto 2013