Por CHRIS WALLACE
Adictos a la comodidad, intolerantes con el aburrimiento y sintiéndonos con derecho a recorrer todo el planeta, ¿hemos acabado con la aventura?
Durante un viaje a Tulum las Navidades pasadas, creo que alcancé el verdadero ideal epicúreo del hedonismo, sorbiendo suavemente el sol tropical, deslizándome sobre las olas más de lo que leí, leyendo más de lo que comí y comiendo más de lo que me preocupé. Todos mis esfuerzos estaban medidos para maximizar el placer y minimizar las dificultades, así que no aprendí nada. Me relajé. Me mantuve entretenido. Visité las ruinas mayas locales y presté más atención a la aplicación de la crema solar que a los objetos históricos. Me había unido a la comunidad neocolonial que, por medio de los viajes aéreos y los días de vacaciones, ha convertido a efectos prácticos el mundo en vías de desarrollo en un destino turístico.
La expresión del ascetismo
Fue con este espíritu como volví a sus libros y engullí las memorias de la década de 1930 de Henri de Monfreid, de cuando traficaba con hachís y armas por la costa de Somalia; la descripción de Freya Stark de la caminata hasta el antiguo castillo de los ismailíes nizaríes; los ensayos sobre viajes de Bowles en Cabezas verdes, manos azules; las historias de Richard Burton sobre la exploración de India, África y Arabia; los documentales sobre los viajes por Patagonia, África y Australia de Bruce Chatwin; y los audaces relatos de Ryszard Kapuscinski sobre los estados desgarrados por la guerra en todo el mundo. Leí y releí a estos escritores en círculos excéntricos, a veces dejándolos de lado al cabo de poco tiempo (Chatwin me resultaba tan familiar que no podía soportar la relectura de gran parte de su obra), y en algunos casos volviendo en busca de la colección completa. Aunque no necesitaba una confirmación de que Sir Richard Burton, además de ser el abanderado de los exploradores victorianos, era un escritor apasionante, fue divertido comprobarlo de todas formas.En otras palabras, estaba haciendo turismo, por usar la famosa distinción que hacía Paul Bowles, más que viajando; buscando el disfrute más que la experiencia. No había logrado cumplir la máxima de Camus de que el viaje debería ser la máxima expresión del ascetismo. “No hay placer en el hecho de viajar”, escribía en sus cuadernos. “Lo veo más como una ocasión para las pruebas espirituales. Si entendemos por cultura el ejercicio de nuestro sentido más íntimo -el de la eternidad -, entonces viajamos por cultura”. Uno imagina que está empleando aquí la distinción bowlesiana, refiriéndose a Viajar con V mayúscula; alcanzar una comunión con lo universal y, en última instancia, con el “sentido más íntimo” y profundo, de uno mismo. Camus prosigue diciendo: “El placer nos aleja de nosotros mismos de igual modo que la distracción, en el sentido en que Pascal usaba la palabra, nos aleja de Dios. Viajar, que es como una ciencia más grande y más seria, nos devuelve a nosotros mismos”.
Corresponsales de guerra
Por toda India, China, Japón, Australia y la mayor parte de África, el corresponsal de guerra polaco Ryszard Kapuscinski llevó consigo una copia de la Historia de Heródoto y, tras conocer su apasionante obra, resulta revelador leer las memorias en las que resume todo ese recorrido con el maestro en el bolsillo. En Viajes con Heródoto, Kapuscinski se pregunta justificadamente por qué oscura razón su héroe griego se pasó la vida entera catalogando lo que por entonces era la suma total de los datos antropológicos sobre la humanidad. “¿Tal vez lo hizo todo por iniciativa propia, poseído por su pasión por el conocimiento, movido por una compulsión impaciente y sin objetivo concreto?”, se cuestiona. “¿Quizás tenía una mente inquisitiva por naturaleza, una mente que continuamente le planteaba mil preguntas sin darle tregua, manteniéndole despierto por las noches?”. Está claro que Kapuscinski también está aquejado de esta “manía privada”, y a uno mismo le resulta difícil no caer presa de ella.
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